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lunes, agosto 29, 2005

XIX. La pólvora y el hierro

Polaino sacó mi pierna de una bota y se la puso.
–¡Abajo laj polainaj!
Fray Aquilino se había sentado frente a mí, y sostenía sobre las rodillas un pequeño recado de escribir. Al agacharse sobre la repisa se le veía brillar la tonsura.
Me habían atado las manos por detrás del tronco con un cordel que me hacía muescas en las muñecas. El Polaino se acercó hasta mí andando con una bota puesta y la otra no, y actuó como el gañán que era, por mucho que fuera vestido de aduanero, con ese aire chulesco que igual servía para guardia que para bandido. Llego hasta mí, me cogió la pierna buena por el tobillo, y con el otro pie, que ya llevaba mi bota calzada, se apoyó pisando sobre mi estómago. Cuando la sacó se entretuvo en ponérsela.
Fray Aquilino se mojó el pulgar de un dedo mientras me miraba, y empezó a leer una relación de acontecimientos cuya exactitud me resultaba casi inverosímil. No sólo me había seguido desde que salimos de Cantavieja, sino que tenía constancia minuciosa de todos mis pasos por La Iglesuela.
–Pasaste la noche del veintidós de julio en la ermita.
–Sí.
–En la mañana del veintitrés de julio volviste por el camino de Villafranca.
–Sí.
Y así con todas las horas y todos los movimientos, sin más objeto que abrumar aquella pesadilla de papel de oficio. Pero no mencionó a los muchachos de la ermita y eso me aliviaba en la tortura, igual que me aliviaba la posibilidad de que apareciese Manuela. Mi mente congestionada sólo encontraba fuerzas para confiar en el tiempo.
El Polaino daba vueltas al cañón con las manos en jarras.
–¿Y ejto cómo je carga? –dijo.
Se puso a rebuscar en el armón del avantrén de arrastre, que es donde, en las cureñas inglesas, se depositan las municiones. Manejaba las latas de metralla, los sacos de pólvora, las granadas, los obuses, las bombas y las espoletas como un frutero manejaría la fruta podrida en el mercado de Portobello. A mí me asistía una rara mezcla de esperanza y terror, y lo miraba como se mira a un loco peligroso con las manos llenas de bombas. Fray Aquilino detuvo un momento el interrogatorio.
–¿Tú sabes cómo se carga? Es un cañón inglés, ¿no?
–No –mentí.
–¡Ah!, ¿no? –se regodeaba el cura–. Pues esto no puede ser, no, no, no. Vamos a enseñarle a este señor cómo se carga un cañón –dijo.
Más tiempo, pensé. Era una humillación salvaje ser cómplice de aquella broma, pero el regodeo de fray Aquilino iba en aumento, su lujuriosa delectación, con esa delirante minuciosidad de los procesos inquisitoriales que se instruían a las brujas.
El cura se acercó al cañón.
–Estate quieto, Polaino.
Luego se agachó al armón y cogió un saquillo de metralla y un vástago de madera con un disco en uno de los lados. Lo metió en el saquillo y lo rellenó en torno al vástago con balas de fusil, que el fraile iba metiendo como se meten los votos en un cónclave, como si las balas fuesen sagradas.
–Esto es un tipo de munición que aquí no vamos a usar para no matar también algún pajarico –dijo fray Aquilino, y luego se dirigió a Polaino:– Polaino, prepara una buena hoguera.
Fray Aquilino volvió a sacar del armón un cartucho embalado, con la bala puesta en el salero de madera y enganchado éste con unas tiras de lata al saco de la pólvora.
–Este es el mejor para acertar de lleno, aunque en tu caso no sería necesario porque sólo vas a estar a quince pasos –dijo el cura.
Iba a proceder a la correspondiente explicación cuando se quedó parado:
–Sin embargo... –dijo, como si se le acabase de ocurrir una idea–. Sin embargo yo creo que un inglés se merece algo inglés. El cañón es inglés, tú eres inglés, las balas son inglesas... Así que te voy a matar en inglés, yo creo.
El Polaino terminó de reunir unos palos y unas yescas, descolgó el serrucho con el que me habían cortado la pierna y empezó a serrar la rama de donde colgaba.
–Tú eres muy joven... –dijo Aquilino–, pero yo no. Yo tengo memoria. Yo he sido cocinero antes que fraile, concretamente pinche de cocina de la Tallapiedra, una batería flotante que mandaba el almirante Morla. ¿Sabes dónde? ¡En Gibraltar, ignorante, en Gibraltar!, ¡en el gran sitio de Gibraltar!, hace ya de esto medio siglo por lo menos. ¿Y sabes por qué nos vencieron? ¿Sabes por qué los hijos de la Gran Bretaña defendieron la roca en el gran sitio de Gibraltar?
Una flamarada consumió las yescas, envolvió la leña y se elevó en una columna de fuego. Era imposible que Manuela no me pudiera ver, buscase las yerbas que buscase, y sin embargo entonces empecé a desear que no apareciera. Esos forajidos estaban celebrando una bacanal de sangre, un oficio de tinieblas, y sonreían con la pérdida absoluta de vergüenza con que sonríen los ancianos al principio de las orgías.
–¡Pues usaron balas rojas, para que lo sepas! –dijo el cura, encendido en cólera–. ¡Quemaban balas como esta, las ponían al rojo cereza y nos las lanzaban al velamen!
El Aquilino fingió un silencio dramático, y luego dijo:
–¡Las quemaron todas! ¡Diez enormes bolas de fuego flotando en el mar! ¡Yo me salvé agarrado a un madero, fui a parar al Puerto de Santa María!
El Aquilino cogió una de aquellas sólidas esferas de hierro fundido, como si fuese una calavera.
–¡Cuánta soberbia!, ¡cuánta perversión! ¡Dios mío, ilumínanos con tu sagrada llama! ¡Que la inmoralidad y el crimen no mancillen los laureles del trono ni atraigan tu ira! ¡Corramos al nuevo campo que nos abre el cielo! ¡Polaino!, pon a calentar esta bala. Este señor, que se pasa la vida pintando, aún no sabe qué es el rojo cereza.
Forma parte del regodeo de los asesinos dar la impresión en algún momento de que ellos son la única persona que te puede salvar. Se notaba que fray Aquilino había trabajado mucho como absolutor de ajusticiados, que era capaz de ofrecer consuelo a quien instantes después iba a pasar por las armas. Me hablaba muy despacio, como si aún hubiese alguna última oportunidad.
–¿Quién avisó a los liberales en El Rallo, Charles?
–Para empezar –dije yo– no creo que fuesen liberales, sino alguien que quería deshacerse de una parte de la columna que estorba, come, gasta, ensucia y no tiene, por así decirlo, muy buena presencia. Y yo –dije mientras Aquilino me miraba con el rostro arrugado, como si estuviera encendiéndose por dentro– no estaría seguro de no haber sido, aunque me hubiese salvado, uno de sus objetivos.
–Sigue, sigue... –dijo Aquilino, después de tragarse un hueso de aceituna–.
Yo sólo quería hablar, sobreponerme al pánico y hablar, y me importaba poco involucrar a cualquiera de las vívoras presumidas que había conocido en La Iglesuela.
–Yo mismo –dije–, mientras pintaba a Su Majestad, asistí a una conversación entre el barón de los Valles y el infante Sebastián. El barón se quejaba de que muchos voluntarios no aportaban suficientes víveres, les estaban proporcionando mala prensa, se comportaban como forajidos y además... –dije, y me paré a tomar aliento–.
–¿Y además qué?
–Y además eran de Cabrera.
Fray Aquilino me miró un momento con los labios fruncidos.
–¡Ejto ya ejtá! –dijo el Polaino.
–¡Desátalo! –dijo Aquilino.
Fue tan sólo un instante de alivio.
–¡Y ponlo ahí, delante del cañón!
Polaino me desató con un cuchillo y me llevó a empellones a unos quince pasos del cañón. Luego metió alrededor de tres libras de pólvora en el ánima y un disco grueso de madera, y la prensó con el mango del botafuego. Después improvisó unas tenazas con dos tarugos de roble, cogió la bala roja de entre las brasas, que humeó hasta que la introdujo por la boca del cañón.
–¡Hala, que je enfría! –dijo, espolsándose las manos.
Yo me mantenía sobre una sola pierna. Los dolores del muñón se despertaron, vi por primera vez el cañón apuntando a mi cabeza y se me fue la luz de los ojos. La pierna buena me temblaba. Me caí sobre la hierba, y Polaino vino enseguida a ponerme de pie.
–¡Parecej un moñaco, jondió!
A mí no me quedaban fuerzas para hablar, y sin embargo, quizá por esa rémora de las frases importantes antes de morir, dije:
–Pensé que los españoles respetaban el honor de un hombre a la hora de morir.
–¡Ah!, ¿pero loj inglesej teneij jonó?
–Dale el bastón, Polaino –dijo el fraile, y a mí se me abrió el cielo. En menos de un suspiro reuní el poco valor que me quedaba para sopesar las posibilidades de una estratagema. Antes de que Polaino se pusiese al lado del cañón con el botafuego encendido, pensé que, si lo atraía hacia mí, cayéndome de nuevo, y le clavaba el estoque del bastón en el cuello, podría arrebatarle el pistolón que llevaba metido en la faja y disparar al Aquilino, que tardaría unos instantes precisos en preparar su arma.
El Polaino me levantó por las axilas y me puso el bastón en la mano. Volvió a coger el botafuego y se dirigió al ánima del cañón. Entonces, cuando iba a dejarme caer, una chispa de la tea salió disparada hacia el burro, y el burro empezó a dar coces y a rebuznar con unos alaridos de burro que retumbaron el valle. Daba patadas adelante y atrás y movía la cureña del cañón y el cañón apuntaba descontrolado a todas partes. El burro se había vuelto loco y sus respingos y sus cabriolas y sus corbeteos y sus coces estaban destrozando el mástil de la cureña pero no lograban arrancarla de la argolla.
El Polaino se tiró a las bridas para sujetar al burro, el cañón volcó y el burro lo iba arrastrando en círculo. Entonces Aquilino sacó su pistola del cordón y se dirigió apuntándole al burro a la cabeza, y yo apreté el resorte del puño y cogí el bastón como cogíamos la jabalina en aquellas brumosas tardes de Oxford, y lo lancé con todas mis fuerzas dispuesto a traspasarle al fraile el cuello antes de que pudiera matar al burro.
No le di ni por asomo, pero el fraile me vio lanzarlo, y mientras el burro seguía pegando coces y arrastraba a Polaino colgado de las bridas, el cura se dirigió hacia mí y me encañonó. La argolla que sujeta la cureña reventó y el cañón dio unas cuantas vueltas como las dan los pistolones sobre la mesa cuando hay que sortear la vida, el burro corrió y Aquilino, visto que había pasado el peligro, me apuntó con cuidado entre los ojos, y entonces vi caer por encima de mí una piedra rubia como un proyectil que se estampó en la cara del Aquilino, que cayó fulminado por la pedrada y al caer se disparó al aire la pistola. La pólvora se cebó por simpatía y el cañón estalló en las manos a Polaino justo cuando lo estaba poniendo de pie. Fue un trueno que retumbó en las rocas del manatial y me golpeó las paredes del cráneo y casi me revienta los tímpanos.


Me giré sobre una pierna, apenas podía mantener el equilibrio. Caí sin fuerzas, derrotado, como cae un vestido. Miguel corría entre las piedras para acudir a mi lado.
–¿Dónde te han herido, Charles? –me gritó, emocionado, mientras me tomaba el pulso, y sentía en su dedo cómo regresaban los latidos a mi cuerpo.
–Vaya, Miguel, –dije yo–, por lo menos has resucitado a tiempo.

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