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martes, agosto 30, 2005

Un folletín romántico

Letra de Antonio Castellote
Dibujo de Juan Carlos Navarro
Hasta mediados del siglo XIX, los periódicos europeos, para informar a sus lectores de la guerra, se solían basar en cartas que escribían desde el frente algunos oficiales jóvenes. Eso cambió para siempre cuando el periódico londinense The Morning Post envió a uno de sus corresponsales a ser el testigo directo de un conflicto bélico. La figura del reportero de guerra, que ha dado tanta literatura buena y mala y que ahora admiramos con sus chalecos de campaña y sus informaciones en directo sobre un fondo de cañonazos, tiene, como todo, un origen, un pionero, una fecha y un lugar.
El periodista se llamaba Lewis Gruneisen, y fue enviado para informar sobre la Expedición Real que don Carlos María Isidro había iniciado pocas semanas antes, en mayo de 1837. El primer reportaje de guerra del periodismo moderno tuvo lugar en el momento en que Lewis Gruneisen alcanzó a las tropas carlistas y pudo entrevistarse con el Pretendiente. Eso sucedió entre los días 22 y 29 el mes de julio de 1837, en La Iglesuela del Cid, provincia de Teruel.

Sus artículos eran tan entusiastas que, cuando los liberales le echaron el guante, el militar que presidía el tribunal dijo a Gruneisen que sus informaciones habían hecho más daño al ejército liberal que todos los cañones carlistas juntos. Estuvieron a punto de pasarlo por las armas, pero al final se conformaron con deportarlo.
Esta historia real excitaría la imaginación de cualquiera, y también la del dibujante Juan Carlos Navarro y la mía, de modo que nos embarcamos en el proceloso asunto de ilustrar y escribir un folletín romántico que se pudo leer, durante el pasado mes de agosto de 2005, en las páginas del Diario de Teruel. El relato pertenece a ese subgénero de la literatura de esparcimiento que podríamos llamar novelucha. “¿Qué haces?”, “Aquí, leyendo una novelucha”, decimos, y con eso no queremos decir que sea mala o esté mal escrita, sino que nos entretiene sin exigirnos a cambio casi nada, y nos recuerda sitios por donde hemos ido, o por donde nos gustaría ir.

I. Campanadas a muertos

Los muertos me han sacado muchas veces de situaciones embarazosas. Hace casi ya cuarenta años, el 20 de junio de 1837, yo estaba en Londres, en un salón pomposo de Primrose Gardens, de pie y con una mano apoyada en el respaldo de la silla donde mi tía Margaret trataba de contener las lágrimas. Asistíamos a una serenata de clavecín que ofrecía la señorita Florence en la casa de su familia. Cuando me podía el cansancio, cambiaba de mano y de sillón y de tía, porque a mi derecha estaba sentada tía Holly, que no lloraba pero no perdía ripio de nada. Tía Margaret era más anciana y vulnerable, más desinteresada y sentimental, pero tía Holly, con la boca prieta, tiesa sobre la silla de respaldo torneado, miraba de hito en hito y se repasaba las sortijas de los dedos como si fuesen cálculos de un contador.
Era mi presentación en familia y el último trámite antes de que la señorita Florence y yo anunciásemos a la familia nuestro compromiso matrimonial. Después ya sólo quedaría que los novios hablásemos un rato a solas, pues no lo habíamos hecho nunca, y que mi tía Holly se sentase a negociar con el señor Owen los ribetes económicos.
En aquellos momentos yo estaba convencido de que me tenía que casar. Mis tías ya estaban muy viejas. Tía Margaret se limitaba a recordar a sus antepasados y a lloriquear, pero tía Holly llevaba mucho tiempo preocupada por el nombre de la familia. Se habían ocupado de mí desde la muerte de mis padres. Vendieron la mansión de Plymouth para llevarme a Eton, y las tierras de Tintagel para llevarme a Oxford, y a pesar de todo no les importó que yo regresase con un título de abogado debajo del brazo y la determinación irrevocable de ser pintor. De hecho, me facilitaron el aprendizaje posando para mí, ellas y todas sus amistades, en los largos veranos de Plymouth, llenos de paz y decrepitud, aunque por las noches pintase también las caras de la servidumbre y de tipos que yo me encontraba de ronda por las tabernas del muelle.
El resto del año, en Londres, yo me dedicaba al romanticismo, a una vida crápula que a mí nunca dejó de resultarme incómoda. A los veinticinco años ya era un retratista de salón bien conocido en los alrededores de Hamstead Heath, y por vez primera un retrato mío, el de la señorita Austen, colgó en un escaparate de Southwark. Aquel día, en un solemne acto de agradecimiento, entregué a tía Holly las pocas guineas que me había dado el galerista por la venta del cuadro. Tía Holly me miró con su boca sin labios, y me dijo, muy seca:
–Guárdate ese dinero y ven conmigo. Tenemos que hablar.
Fue aquella la primera vez que oí el nombre de Florence Owen. Tía Holly no se anduvo por las ramas. La situación era desesperada. Ya solo nos quedaba aquella casa, pero las rentas que seguían viniendo de Cornualles apenas daban para mantenerla. Sólo nos quedaba el nombre. El tío William, entonces primer ministro del gobierno, no quería saber nada de nosotros, en parte porque nunca soportó a la familia de mi madre y en parte porque siempre estaba muy ocupado. Y tía Holly era demasiado orgullosa para presentarse en Downing Street a pedir una pensión para ella o una embajada para su sobrino en algún lugar remoto del imperio.
En esas circunstancias, dijo tía Holly, lo mejor, “y el único agradecimiento posible”, era emparentar con alguien solvente.
–Charlie, hijo mío, te tienes que casar.
–Sí, tía Holly, como tú quieras.
Nunca suelo plantearme en serio las cosas hasta que suceden, y en aquellos momentos lo importante era no enfadar a tía Holly. Al ver mi actitud blanda y sumisa, ella me aseguró que había pescado un buen partido.
–Es un empresario escocés, bruto como todos los escoceses, pero no hasta el extremo de no haber dado a su hija una refinada educación. Te encantará hablar con ella. Conoce muy bien a los clásicos y cuando habla de pintura no dice tonterías. A su padre, como te puedes imaginar, lo único que le importa es que tu tío William venga a la boda –dijo tía Holly.
Todavía conservo un autorretrato de aquella época. Yo era un joven pálido y de ojos caedizos, con sotobarba y bigotillo y abultados rizos a los lados de la raya. Usaba levita corta y pantalones de montar, y una chistera negra. Las botas altas y un lazo al cuello algo florido era lo que más me haría pasar por un artista de la época. Pero luego, en esos ojos medio cerrados, en esos labios húmedos y caedizos se adivina que mi sensibilidad no es la de los héroes.
Entonces a mí me parecía bien pasar el resto de mi vida pintando por las mañanas, así que la tarde de Primrose Gardens yo asistía con paciencia al espectáculo de mi propia claudicación. Florence era alta, blanca y rígida. Llevaba el pelo recogido en una especie de toca monjil que después, con el advenimiento de la reina Victoria, tan popular llegó a ser entre las clases medias. Me pasé la tarde tomando apuntes mentales para un camafeo: su escote cuadrado, cubierto de blondas y festoneado de puntillas, su nariz en punta, como si quisiese abandonar un continente tan recatado, y las manos de pianista, es decir, toscas, gordezuelas y como descoyuntadas, que era donde yo veía el alma férrea de Florence, sus horas de ensayo, su adaptación al clavecín. Sus padres, sus tíos y todos los parientes del pueblo que asistían apoyados en la pared vibraban con los dedos de Florence cuando tejían aquellas fugas, y a mí, de un modo bastante leve, me cautivaban las aletas de su nariz, que se hinchaban para dominar aquel torrente de semifusas y en esa hinchazón yo veía que dentro de aquel cuerpo nacarado latía un corazón sensible.
Cuando terminaron los aplausos, la madre de Florence, una señora muy campechana (mi tía lo diría de otro modo) cogió a Florence del brazo y la levantó del taburete. Florence miraba al teclado, como corresponde a una escena de pudor. La madre, sin embargo, gritó en medio de la sala.
–¡Oiga!, ¡Joven, psch, oiga! –bramó.
Yo me había inclinado para escuchar los comentarios de tía Margaret. Tía Holly, al escuchar los berridos de la señora Owen, sintió la puñalada de la traición a sus antepasados, y me susurró al oído:
–Mira a ver qué quiere la neurasténica esa, por favor.
Entonces yo saludé con la mano que llevaba a la espalda y me apresuré con mucho aparato de agradecimiento a llegarme hasta ella.
–Verdaderamente, señorita Owen, no es habitual que un pequeño concierto de agasajo se convierta en semejante obra de arte. No tengo palabras, la verdad –dije, y me incliné a besar su mano.
–¿Te ha gustado? ¡Pues hala! –dijo la madre, mientras Florence apartaba la mirada del teclado para dedicarme una sonrisa diminuta–, ¡iros al jardín a comentarlo un rato, hala, hala!
Todos celebramos la gracia de la señora Owen. Mi tía Holly estaba roja de ira, pero se tenía que aguantar. Los parientes del pueblo sonreían por debajo de la nariz. Eran todos morrudos, narigudos, orejudos, y enseñaban los dientes mellados como si Florence y yo fuésemos a escondernos detrás de un seto. Tía Holly se sobrepuso al berrinche y puso las cosas en su sitio.
–Sí, bajad, hijos míos, bajad. La señora Owen y yo estaremos encantadas de sentarnos junto a la ventana para veros pasear. ¿Verdad, señora Owen?
–Uy sí sí. ¡Richard, Richard, trae un par de sillas aquí a la ventana, y el butacón ese de pelo, para que se siente la abuela!
La abuela era mi tía Margaret.
Florence y yo bajamos a pasear sobre la grava. Se había nublado y Florence llevaba la sombrilla recogida. Caminaba como si yo estuviera marcando el paso de una procesión. Al principio pensé que estaba más pendiente de mis pies que de mis palabras.
–Quizá no esté de más decir que está siendo una velada muy agradable, y que usted ha interpretado a Bach como los mismísimos ángeles, señorita Florence –dije yo, por decir algo.
–Sí –dijo la señorita Florence–. Me he despellejado las manos ensayando. Mi padre siempre se empeñó en que tocase muy bien el piano, por si nadie me quiere por esposa y me tiene que vender a un circo, supongo...
Nada más decir esas palabras llegamos al final de los arriates, nos dimos la vuelta y vimos que mi tía y su madre nos miraban asomadas al ventanal. Entonces nosotros seguimos sonriendo con gestos protocolarios, pero la conversación cambió de tono.
–En fin –dijo Florence, mientras hacía rodar la sombrilla con sus toscas manos virtuosas–, usted también puede exhibir sus habilidades, ¿no es así? ¿Cómo es que no ha traído unos cuantos cuadros suyos para que la reunión hubiese parecido ya directamente una subasta?
–Estas cosas son así –dije yo.
Florence rompió a reír y a tapar la carcajada con la mano libre, de la que colgaba un bolsito. Yo hice lo propio, mientras arrancaba una hoja de aligustre.
–Dejémonos de pamplinas –dijo Florence, mirando al cielo, como si estuviera hablando de las nubes–. He visto sus cuadros, señor Lamb. Y antes de casarme con usted me gustaría saber si es usted un buen pintor o un retratista de pacotilla. Me gustaría llevar uno de sus cuadros, el que usted prefiera, a un amigo mío que entiende mucho de arte, y diga usted algo ahora porque parece que le estoy contando mi vida.
–Me parece muy razonable. Yo también tengo un amigo al que me gustaría enseñarle sus manos.
–Ja, ja, ja –estalló la señorita Owen–. Es usted un bastardo, señor Lamb, pero si es un buen pintor, a mí me da lo mismo. Yo mi vida ya la tengo resuelta.
–¿Cómo se llama su amigo? –le pregunté, mientras pasábamos junto al angelote mohoso de la fuente.
–Tadeus Hunt.
–¿Tadeus Hunt?
–¿Lo conoce?
–¡Naturalmente que lo conozco! ¡Tadeus Hunt es el marchante más importante de todo Londres!
–Quizá si sonriese un poco no parecería que estamos hablando en serio –insistió la señorita Owen, volviendo a mirar al cielo.
En ese momento, las campanas de la ciudad comenzaron a sonar a muertos, y las nubes negras, excitadas por los lúgubres badajos, empezaron a derramar su lluvia. Yo me quité la levita y la puse por encima de Florence, a un palmo de su peinado, en una posición algo ridícula porque Florence era muy alta.
Volvimos al salón sacudiéndonos las gotas entre risas y grititos de sorpresa. En el salón todo el mundo estaba muy serio, paralizado en sus butacas. Las campanas seguían retumbando en los cristales. Junto al piano, el padre de Florence, un tipo achaparrado y con cara de borracho, jugueteaba con la leontina del reloj.
–¿Sucede algo? –dijo Florence.
–Ha muerto Su Majestad. Debemos aplazar la boda –dijo, muy seca, tía Holly.
–¡Oh, sí!, ¡oh, sí! –sollozaba tía Margaret–. ¡Guardemos luto por Su Majestad!
El escocés con cara de borracho se acercó entonces hasta donde estábamos, goteando, Florence y yo. Se quitó el puro de la boca y me señaló con él:
–Si tu tío William es confirmado como primer ministro, ya volveremos a hablar de vuestro matrimonio. Ahora diles a tus tías que ya se pueden largar.

II. Sangre y cielo

Tadeus Hunt era un tipo cetrino, calvo, con espejuelos, las orejas de punta y grandes dientes amarillos. Tenía unas piernas extraordinariamente largas, el tronco estrecho, fajado por chalecos de fantasía, y unos brazos como ramas en un cuento de terror. Su rostro céreo, de nariz aquilina y labios húmedos y oscuros, mantenía un aire de fastidio, como de una úlcera sangrante que nunca terminase de cerrar.
Algunas semanas después de la muerte del rey Guillermo y la suspensión de mi precipitada boda, un lacayo con falda escocesa me vino a traer un billete. La caligrafía de Florence, perfecta y delicada como sus fugas de clavecín, me había anotado las señas de Hunt. No me indicaba fecha ni hora, tan sólo que fuese a visitarlo.
Hunt se había ganado fama de inaccesible. No aceptaba en su casa jóvenes artistas, incluso algunos pintores consagrados se las veían en cuentos para llegar hasta él. Su cuadra de pintores era, sin embargo, la más selecta de todas. En menos de una hora, con la zozobra interior de quien está a punto de descubrir su destino, aquella misma tarde escogí una docena de lienzos para presentárselos al individuo que podía consagrarme como artista.
Me recibió en su casa de Chelsea, una mansión un poco lúgubre, de tejados negros y ventanas soñolientas. Un mayordomo muy estirado me abrió la puerta y me condujo al sótano. Vi a Tadeus Hunt sentado en el único lugar donde había un poco de claridad, bajo una claraboya que dejaba pasar un haz azulado y daba a Hunt un aspecto cerúleo. Estaba sentado en un sillón de orejas y miraba la claraboya.
No me invitó a entrar, ni me preguntó mi nombre. Habló conmigo como si llevase un rato hablando con otra persona y mi presencia no lo hubiera interrumpido:
–Pobre, John –dijo–, otros se van al cielo, pero tú te vas del cielo, del maravilloso éter que nos has enseñado a ver. Oh, John, qué poco te ha durado el reconocimiento.
Después bajó la cabeza y me miró.
–William estará desolado. Y Thomas, y tu tío Charlie, el mandarín, sí, ése también. Acércate.
Me aproximé tratando de no hacer ruido. Todo estaba lleno de trastos, como una maleza de siglos que sólo dejara paso a un caminito. Al llegar adonde estaba vi que junto al sillón, e iluminado también por la luz azul de la claraboya, había un cielo de Constable, un fragmento que bien podría haber sido –pensé yo entonces– un estudio para El carro de heno. Entonces supe a qué se refería.
–¿Ha muerto el maestro?
–Sí –dijo–. ¿De qué cuadro es este estudio?
–De El carro de heno.
–No; es de Stonenhenge, antes de que decidiera provocar una tormenta.
Todos los amantes de la pintura sabíamos que John Constable estaba en sus últimos amenes. Sus amigos, los románticos Wordsworth o De Quincey, llevaban tiempo dedicándole homenajes, reivindicando a un gran maestro que sufrió el más abyecto desdén durante buena parte de su carrera.
–Yo confié en él desde el principio –dijo Tadeus Hunt–. Gracias al olfato me he hecho rico. ¿Y tú? ¿No serás tú el nuevo Constable que viene a traerme la providencia, no serás el fantasma del propio John? Lo recuerdo de joven. Os dais un aire.
Luego hizo el gesto que se hace a los criados para que retiren el servicio de té.
–Enséñame esos cuadros –dijo.
Una ola de rubor me invadió por dentro al recordar que yo también había incluido un estudio del cielo, unos cirros arremolinados en el instante previo a la tormenta. Mientras los sacaba del cartapacio los odiaba: el retrato de mi tía Margaret, llorosa y arrugada; la playa de Plymouth, el mar visto desde donde Francis Drake jugó a los bolos; las ruinas del castillo Tintagel, con un cielo de color verde botella, un hada pálida y un Lancelot hierático, encima de la carreta que conduce el enano. Eran mis cuadros más queridos, y sin embargo aquella misma luz azul que engrandecía el portentoso estudio de Constable dejaba mis cuadros en ocurrencias pálidas, sin gracia ni movimiento.
Tadeus miró los lienzos uno por uno, siempre con la úlcera sangrante en los labios. Al final me los devolvió y se arrellanó en el asiento.
–Les falta sangre –dijo, y añadió:– como a mí.
Después esbozó una risa lenta y desganada: ha, ha, ha..., y luego dijo:
–Haces buena pareja con mi sobrina Flo, Charles. Los dos sois virtuosos, el uno del pincel y la otra de las teclas. Y ninguno de los dos habéis vivido nada. Este cielo, no el tuyo, sino el de mi amigo John, es todos los cielos. No basta con un dominio sobrenatural de la técnica, ni con el insuperable tratamiento de la luz; hace falta que, más que ver, se sienta lo que ha pasado por los ojos de quien lo pintó. Esta nube de aquí no es una mera pincelada: es la pincelada de quien ha visto el cielo grandioso encima de la miseria humana.
Hunt quedó un momento con la boca abierta. La oscuridad apenas profanada que lo rodeaba hizo que me sobresaltase la sensación de que se había muerto. Pero poco después chascó la lengua y se puso a toser como si su pecho estuviera lleno de escombros. Luego dijo:
–Voy a presentarte a alguien. Te ayudará. Puedes o no seguir mis consejos pero, si sabes algo de arte, reconocerás que suelen traer buena suerte. Ve a la redacción del Morning Post, hoy mismo, y pregunta por Lewis Gruneisen. Bastará con que le digas que vienes de mi parte.
Quedó inexpresivo en el sillón, como un oráculo que hubiera terminado con sus adivinaciones. Yo recogí mis cuadros en el cartapacio y salí de allí.



La redacción del Morning Post estaba cerca de Temple Bar y Lincoln’s Inn Hall, junto al Tribunal Supremo. Caía la tarde bochornosa sobre Londres, el sol era blanco, nimbos pardos se recortaban en el cielo gris, y sobre las aguas verdosas del Támesis culebreaban reflejos de plata. Cuando llegué a la redacción ya había oscurecido, los cajistas de la linotipia se alumbraban con lámparas de aceite. Al fondo, sobre pupitres de pendolista, varios hombres con manguitos se dedicaban a escribir. Recuerdo el olor de la tinta fresca como se recuerda el perfume de una mujer. Es lo que mejor recuerdo de todo lo que tenga que ver con el periodismo.
Hasta entonces los periodistas me habían parecido, en general, panfletistas de mejor o peor ingenio. Uno nunca sabía si sus defensas aguerridas o sus ataques desalmados formaban parte de una estrategia o de la verdad que decían contar. En el caso del destripador de Coventry, por ejemplo, el Morning Post se había opuesto al resto de periódicos de la ciudad porque consideraba que Harry Wolf, el condenado, era inocente de todos los cargos, víctima de algún asesino de guante blanco que se aprovechaba de su simpleza. No había razones para pensar semejante cosa, pero los lectores, aficionados a los folletines, y una vez ejecutado Harry Wolf, aceptaron encantados la idea de continuar leyendo los misterios del destripador.
Su audacia consistía en ser los únicos capaces de destapar los engaños del mundo entero, o al menos eso decían. Yo entré en aquella redacción, tengo que reconocerlo, con un poco de aprensión.
–¿El señor Lewis Gruneison? –pregunté a un cajista gordo, congestionado, que por la rapidez de sus movimientos me recordaba las manos de Florence.
–¿No ha pasado por Goswell Street?
–Pensé que estaba aquí la redacción.
–Sí, pero allí está la taberna.
El cajista levantó sus ojos de batracio y miró el reloj.
–Si se da prisa, aún puede encontrarlo. Mañana, seguramente, ya no.
Y, en efecto, allí estaba, a la puerta de la taberna, sentado a una mesa llena de sombreros en la que compartía unas jarras de cerveza con otros colegas.
–Disculpen, ¿el señor Lewis Gruneisen?
Estaban terminando de reírse. Era el más alto y apuesto de todos, aún conservaba en la cara la sonrisa, un tipo prognático, de unos cuarenta años, enorme dentadura, ondas cobrizas y un aire que en otras circunstancias yo habría considerado irlandés. Me habló con voz tonante, voz de persona franca que se ríe a carcajadas.
–¡El mismo! –dijo.
–Me envía Tadeus Hunt.
Las sonrisas de sus compañeros de juerga terminaron de apagarse. Tras una leve indecisión, lo que le costó cerrar los labios, Gruneison volvió a su tono alegre.
–¡Por fin, muchachos!
Todos reanudaron las risas flojas y brindaron con sus jarras de metal.
–¡Por fin te vas, Lewis Gruneison! ¡Brindemos por ello, y, si es necesario, brindemos otra vez para que tardes en volver!
La carcajada general subrayó las palabras de este tipo, un abogado que no se había quitado aún la peluca ni la toga, un juez probablemente. Era, en cualquier caso, el de nariz más colorada.
–¡Así será! –dijo Lewis, y se golpeó la pierna con los guantes antes de volver a colocarse su chistera. Luego, dirigiéndose a mí, me invitó a que lo acompañase.
Atravesamos Goswel Street con paso rápido. Me costaba seguir a Lewis, atravesaba los charcos de una zancada y no vadeaba los lodazales. Llevaba, como yo, botas de montar. Tardé poco tiempo en darme cuenta de que si quería seguir su conversación debía olvidarme del barro.
–¿Te ha dicho Tadeus en qué consiste tu trabajo?
–Ni siquiera me ha dicho que me fuesen a encargar un trabajo.
–Ah, Tadeus, Tadeus. Está muy triste desde que murió su amigo John. Muy bien, Charles. ¿Cómo has dicho que te apellidas?
–Lamb, Charles Lamb.
–¿No serás sobrino de...?
–Sí, lo soy.
–¡Esta sí que es buena! –dijo, golpeándose de nuevo el muslo con los guantes–. ¡Tu tío me habló de ti! Sí, ja, ja. Le dije que necesitaba un reportero gráfico, y él me habló de un sobrino suyo, pero yo preferí no hacerle caso y pedí a Tadeus que me enviase a alguien con garantías. ¡Pobre Charlie, ni siquiera sus buenas obras son culpa suya!
–¿Ha dicho un reportero gráfico?
–Eso es. ¿Has oído hablar de Evans y Sarsfield?
–Vagamente.
–Son los dos generales que Su Majestad a enviado a España para ayudar al gobierno constitucional. Este invierno pasado dieron una buena paliza a los carlistas en el norte. Inglaterra se ha volcado con la causa de los constitucionales españoles. No sólo han enviado batallones. Lord Palmerston firmó hace poco un envío de armas importantísimo. ¡Cuando a los carlistas les nombras Inglaterra, el humo les sale por las orejas, ja, ja, ja! Nosotros vamos a buscar un buen reportaje, y tú deberás tener la mano ágil. El Pretendiente carlista está dando vueltas por España, con todo su séquito, y amenaza con tomar Madrid. Debemos ver el estado de la cuestión antes de que eso suceda.
–¿Tendré que retratar a Evans y a Sarsfield? –le pregunté.
–Ja, ja, ja. No, amigo Charles, no. ¡Somos el Morning Post! ¡Nosotros vamos con los carlistas!

III. Una gota de aceite


Lewis Gruneisen no tenía tiempo que perder, pero tampoco le angustiaba desaprovecharlo. Iba por el mundo con aquella zancada firme, rápida y sin miramienos de quienes no dudan desde que toman una decisión hasta que la ejecutan, pase el tiempo que pase. No me dejó ni despedirme de mis tías. Tan sólo me concedió tiempo para recoger mi maletín de pintor y una maleta con alguna muda. A mis tías les dejé una carta manuscrita encima de la chimenea en la que encargaba a tía Holly que me hiciese el favor de despedirme de Florence, por si acaso.
Alquilamos un par de caballos hasta Dover, antes de que al amanecer zarpara el primer barco hacia Calais. La travesía era muy corta, pero a mí me dio la impresión de que nos íbamos al otro mundo. En Calais, en vez de andar detrás de las desesperantes diligencias, Lewis compró una berlina cubierta y dos caballos percherones. “Son lentos pero a la larga rinden más”, sentenció mi compañero.
Durante el viaje, y con un mapa en la mano, me contó sus planes.
–La Expedición Real partió de Estella, al sur de Navarra. Cuando entró en el reino de Aragón, aquí, en Castiliscar, tengo entendido que llevaba unos veinte mil hombres. Hermosa columna, Charles. Ahora está cruzando Aragón por el norte, por Barbastro, antes de internarse en Cataluña. Si mis cálculos son exactos, nos encontraremos con ellos en Benabarre. Pero antes debemos pasar por Irún. Allí nos darán salvoconductos.
En Irún vendimos los percherones y cambiamos de vehículo. Si queríamos burlar a la policía cristina no podíamos ir con semejante cabalgadura. En la frontera nos atendió el comisario don García, un hombre muy amable que nos dio todo tipo de facilidades. Esa misma tarde ya nos había enviado un pasaporte para el Cuartel Real y buscado comprero para los percherones.
Aunque el asedio de Bilbao ya había terminado, casi todas las tropas que no habían emprendido la Expedición seguían concentradas allí, y en Irún sólo quedaba una pequeña guarnición a todas luces insuficiente, pero, según pudimos comprobar, de un entusiasmo desbordante. Por casualidad asistimos al relevo de guardia de un puesto que observaba, día y noche, una pequeña fortaleza que los cristinos mantenían en la parte española del puente de Beovia. Nunca he visto a nadie ir a la guerra tan contento.
En España es muy difícil encontrar carruaje, y los caballos y las mulas de alquiler están por las nubes. Al final encontramos un par de artolas, según las llaman allí, y que en Biarritz llaman cacolets. Se trata de dos sillitas de madera unidas por un armazón, a manera de serones para sentarse o para llevar el equipaje como contrapeso. A Lewis le pareció interesante la idea, porque de ese modo podría leer durante el viaje.
La extraordinaria facundia de Lewis no guardaba la debida correspondencia con sus habilidades prácticas. El viaje fue horroroso, por más que se empeñaba en descifrar los mapas, y cuando llegamos a Benabarre yo llevaba el trasero en carne viva y hacía ya varios días que se había marchado la Expedición. Allí, en fin, abandonamos las artolas y seguimos cabalgando como las personas normales.
Pero nada más entrar en Cataluña nos enteramos de que la Expedición allí no había sido bien recibida. Un pastor nos dijo que no habían encontrado ni raciones con las que aprovisionarse ni voluntarios que quisieran incorporarse a la Santa Causa. “Demasiados curas”, dijo el pastor. En Morella nos confirmaron que la ruta prevista, la que el propio estado mayor había enviado al Morning Post, había sido desestimada por falta de aceptación, y lo único verosímil era que don Carlos hubiese decidido entrar de nuevo en tierras aragonesas.
Lewis volvió a hacer sus cálculos erróneos y nos presentamos en Manzanera, al este de Teruel, en el linde con el reino de Valencia. Al entrar al pueblo preguntamos a unas viejas, y con aspavientos y señales de la cruz nos dieron a entender que don Carlos y todos sus curas ya se habían ido.
Yo estaba reventado, ya no podía más, así que pedí a Lewis que hiciésemos un alto.
–Estas demoras, querido Charles, luego se pagan caras.
Acordamos descansar unas horas, hasta que se refrescasen los caballos. Bajamos al río para darles de beber, y allí, entre los álamos y los nogales, encontramos varios carros a la puerta de un ventorro. Dentro, en un rincón, un anciano apoyaba sus huesos sobre un garrote, y dos gruesos arrieros con patillas hasta la boca y un pañuelo en la cabeza estaban esperando a que les diesen de comer.
Lewis se presentó muy educadamente a los arrieros, pero ellos no le contestaron.
–¿De veras crees que son arrieros? –le pregunté a Lewis.
–Sería lo más recomendable –dijo, mientras nos sentábamos en unos taburetes junto a un banco de madera. Yo me sentía desfallecer, pero un terrible ardor de estómago me hacía temer cualquier comida.
Una mujer muy atractiva, de rasgos fuertes, morena de rostro y con los ojos grandes y almendrados de las sibilas, salió de una cortina y llevó hasta los arrieros dos peroles humeantes.
–Te doy una perra por cada gotica de aceite que me eches, chatica –dijo uno de los arrieros, de rostro juanetudo.
La mujer se metió por la cortina y salió con una alcuza, la elevó por encima de la cabeza del arriero y dejo caer una minúscula gota de aceite, apenas el reflejo entre las sombras de un diamante diminuto.
El arriero se lo tomó muy mal.
–¡Pero chica!, ¡pero tú que te has creído!
–No hay más aceite. Se lo han llevado por la gloria de Dios –dijo la mujer, volviéndose hacia la cortina.
El hombre se engalló, se irguió sobre la silla y agarró a la mujer por la muñeca. A mí me entró el miedo que no había sentido en todo el viaje, esperaba que de un momento a otro aquellos energúmenos sin afeitar desplegasen sus navajas cabriteras. Las malas condiciones en que me encontraba hicieron el resto, y me dispuse a salir unos momentos del ventorro. Charles me agarró a su vez la muñeca cuando vio que me incorporaba, pero sin evitar que rechinasen en las losas del suelo las patas de mi taburete. Sonó como si le hubiera dado una patada a la mesa para levantarme. El arriero me miró, y yo a él, con la descomposición escrita en la mirada, que a él debió de parecerle peligrosa porque cambió el tono de inmediato. Soltó a la mujer y volvió a sentarse.
–¡Todas dicen lo mismo! –dijo, o eso creí entender.
La mujer se acercó hasta nuestra mesa.
–Sólo tengo caldo de corvejón y unas tiras de tocino rancio.
–¡Excelente! –dijo Lewis.
Yo salí a la puerta, no podía más. Un muchacho estaba dando de comer a los caballos. Era el hijo inequívoco de la posadera, sus mismos ojos claros, grandes y rasgados, y el mismo pelo azafranado que debajo de la pañoleta debía de esconder su madre. Me acerqué sujetándome las tripas a unos matorrales que había junto al río. Cuando regresé, la madre estaba quitándole al muchacho los celemines de las manos y mandándolo a empujones meterse en casa. Estaba muy acalorada.
Lewis departía con los carromateros animadamente. No sólo le estaban pormenorizando la ruta de la Expedición, sino que se ofrecían a acompañarnos y a llevar nuestros bagajes en sus carromatos. Lewis lo agradecía todo con francas carcajadas, y cuando yo me senté se volvió hacia el plato. Sin perder la sonrisa me dijo:
–Estos pollos quieren que los protejamos. Tú como si no los entendieses.
De modo que continuamos hablando en nuestra lengua. Yo le conté la escena de la ventera y del muchacho.
–Es normal –dijo Lewis–. El general Cabrera ha establecido en esta comarca que desde los diecisiete a los cuarenta todos los varones deben incorporarse al ejército carlista so pena de muerte. Me lo estaban contando estos señores. La Expedición avanza en una larga columna, pero está rodeada por todos sus flancos de partidas descontroladas. Estos tipos podrían ser muy bien desertores de alguna de esas partidas que se hacen pasar por carreteros. ¿Te has fijado en qué clase de mercancía transportan?
–No.
Yo miraba comer a Lewis, y cuando no podía soportarlo desviaba la vista a la mujer, que había vuelto a entrar en el ventorro. Lewis siguió con su razonamiento.
–Pero es falso que se los lleven a la fuerza. Te apuesto lo que quieras a que ese muchacho no se ha unido a la Causa no porque él no haya querido, sino porque su madre no lo ha consentido.
–Una amenaza de muerte suele ser un buen argumento –comenté yo, entre retortijones y sudores fríos.
–De acuerdo, Charles. ¿Qué te apuestas a que convenzo a ese muchacho para que se escape de las faldas de su madre y se una a la columna real?
–Una cama, por el amor de Dios.
–De acuerdo, una cama –dijo, y salió de la posada.
La mujer se acercó entonces hasta mí.
–¿Adónde va? –me preguntó, muy desenvuelta, incluso desafiante.
–A estirar un poco las piernas antes de continuar camino –contesté yo, con la frente apoyada en una mano. Estaba envuelto en agua, de fiebre y de calor.
La mujer se plantó frente a mí, mirándome de arriba abajo, y tapando con sus faldas la visión de los arrieros. Entonces vi que sacaba del mandil dos huevos duros y un chorizo y los dejaba caer en el perol ya vacío de Lewis. Yo me los metí en la levita con disimulo y salí en busca de mi compañero.
Lewis estaba en la parte de atrás de la casa, junto a una empalizada de estacas, hablando con el muchacho entre las ancas de nuestros caballos.
–¡Lewis! –lo llamé, e hice un gesto con la mano para que se diese prisa.
Lewis se acercó.
–¿Ocurre algo?
–Yo pagaré la apuesta –dije–, pero deja en paz al muchacho.
–¡Vaya, vaya, Charles!, ¡no tienes ni cuerpo ni alma para una guerra!
Fue la primera vez que sentí un contacto más cercano con la gente de allí. La bondad inevitable del muchacho y la dulce aspereza del paisaje me parecieron semejantes, y desde mi punto de vista era eso lo que debería retratar, no soldados en campaña sino personas que se comportan como la naturaleza, temen como las lagartijas o protegen a sus crías como las lobas. Todo el escepticismo que me había acompañado durante el viaje se transformaba entonces en romántico entusiasmo. Lewis insistía:
–Te equivocas, Charles. Estas pobres gentes lo son no porque haya pasado por aquí el ejército del rey, sino porque llevan siglos de desidia. Esos liberales a los que pagan religiosamente su contribución no los han sacado de la miseria. Pero en el carlismo hay una oportunidad de justicia y toda la indulgencia de la religión.
Las palabras de Lewis no me hacían demasiada mella. En el camino de Albentosa, entre lomas secas y sabinas retorcidas, sólo se escuchaban las cigarras y el sol ardía en los contornos de los rastrojos. Pero Lewis no tenía tiempo que perder. Ni siquiera me consintió tomar apuntes de un paisaje que no me parecía todo lo duro que hasta entonces me había sugerido aquella estepa calcinada. En el polvo blanco del camino y en los hierbajos que crecían por las piedras yo veía más delicadeza de la que me hubieran podido inspirar mis deplorables condiciones físicas y aquel achicharrante sol de julio.

lunes, agosto 29, 2005

IV. La serpiente jaspeada

“La Expedición Real avanza por entre las lomas, como un torrente irisado, como una gran serpiente de colores cuyas escamas brillan al sol con los reflejos de los sables, de las bayonetas y de los botones de oro y plata de las boinas carlistas. El mariscal de campo Pablo Sanz, rodeado de lanceros y atabales, abre el cortejo con tres batallones de Guías de Navarra. Las boinas azules de los infantes marchan entre las boinas rojas de los oficiales. Tras ellos, la Guardia Real de Su Majestad ondea las banderas como los héroes griegos ondeaban los penachos de los cascos, con la bizarra determinación de la victoria. Varios altos oficiales tachonados de fulgentes charreteras arropan el caballo de Su Majestad, que cabalga entre los pendones, y de quien nunca se separa su perro Montes, el enorme mastín que acompaña las sagradas huellas don Carlos María Isidro cuando, como suele ser tan frecuente, pasea los caminos aldeanos, las altas torres y las humildes chozas, en su camino irreversible hacia Madrid.
“Secunda esta vistosa cabecera, junto a una banda de música que interpreta marchas militares, el séquito de obispos y de cortesanos, la servidumbre de palacio, un nutrido contingente de funcionarios y algunos carruajes para las altas magistraturas, algunas muy delicadas. Este imprescindible cuerpo gris de un Rey que lo es de todos ocupa casi todos los bagajes con sus largas hileras de mulas, entorpece la marcha y paraliza los movimientos, pero es el cuerpo de la nación y la mirada de su gloria, su pompa regia, su comunión devota, así como la sangre humilde que riega estos campos maltratados, estas duras tierras abandonadas por el gobierno liberal para otra misión que no sea cargarlas de impuestos abusivos, y todos tienen que estar.
“El grueso de las tropas de infantería, con sus capotes grises, su pantalones rojos y sus polainas negras, lo colman, a continuación de la muchedumbre, tres batallones de Granaderos de Álava, dos de Aragón, los cuatro de Granaderos de Castilla y un Regimiento de Argelinos que se tocan con turbante. Cierran la marcha las boinas blancas de las tropas de caballería, sus crines cabeceantes, su trémolo paso, erizado por las lanzas, que apenas da vuelo a los capotes verdes, grises o rojos, y envuelve el aire con el contrapunto de los cascos sobre los guijarros, los relinchos y los gritos de los oficiales, que estallan en el aire como los disparos del fusil, lo hienden como el filo de sus bayonetas, y marcan el ritmo de un escuadrón de tambores y bombos que cierra la comitiva.”
Así describió Lewis Gruneisen la expedición en uno de los artículos que envió a Londres, y que continúa con todo el entusiasmo panfletario que cabría imaginar. Debe de tratarse de las notas que tomó en La Iglesuela del Cid, adonde llegamos horas antes de que lo hiciese don Carlos y su tropa de curas viejos y lacayos con uniforme de gala.
Lewis se había empeñado en llegar antes que el rey a La Iglesuela. En Sarrión decidió que seguir por Rubielos y Linares de Mora, teniendo en cuenta que las tropas debían estar llegando a Mosqueruela, era exponernos no sólo a la fatiga sino a las partidas que asolaban la comarca desde la retaguardia, de modo que decidimos seguir camino a Teruel y desde allí tomar una ruta relativamente más tranquila. En Teruel, un cochero diestro, veloz como pocos he visto en Inglaterra, un hombre menudo y callado que se llamaba Soligó, nos condujo en una sola jornada hasta La Iglesuela. Por medio de este mismo cochero encontramos acomodo en casa de un amigo suyo, llamado Pitarch, hombre bueno que no dudó en ofrecernos cama y comida.
–Que ustedes, por lo menos, saben agradecer la comida, y no se sabe quién vendrá –dijo el hombre, acodado en la mesa, con las manos juntas, meneando la cabeza.
El hombre, como todos en la comarca, esperaba con inquietud la entrada en el pueblo de la Expedición. Llegaban noticias contradictorias. Unos, a escondidas, clamaban contra la plaga que se avecinaba, y otros, a voz en grito, tranquilizaban a sus vecinos diciendo que el aprovisionamiento no era cosa de ellos, al menos no sólo de ellos. Para eso estaban las partidas de Tena, Llangostera y Cabañero, decían. Para eso estaba Cabrera. El hombre nos expresó su preocupación mientras devorábamos unas morcillas de arroz que por un momento me hicieron recordar los haggis que se sirvieron en casa de Florence, mi prometida, el día de nuestro fallido compromiso.
Nos alojaron en unos cuartos frescos, con losas de flores y camas de matrimonio, jofainas, espejos, aguamaniles y colchones vareados. Aquella noche fui feliz, dormí como un lirón y se me pasaron los males. Me despertaron los gallos al amanecer. Me sentía como nuevo, optimista y con buen apetito. Bajé frotándome las manos a la cocina, y allí estaba Lewis, consultando mapas, redactando crónicas, inventando soflamas.
–¡Tienes una hora para visitar el pueblo antes de que salgamos de excursión!
Yo desayuné la leche, los huevos y las rebanadas de hogaza que nos había preparado el señor Pitarch. Decliné con mis mejores modos su encarecido ofrecimiento de longanizas y tajadas. Ahora lo lamento, pero entonces no quise excederme.
–Sí –le contesté, con un palillo en la boca–, creo que voy a dar un paseíto.
–Tú da un paseíto pero dentro de una hora quiero un par de vistas del pueblo –dijo Lewis–. Las enviaré con mi primer reportaje.
Se me había olvidado que nos unía una misión de trabajo, y supe en aquel momento que yo estaba a sus órdenes, que en el caso de Lewis eran siempre retos. Nunca mandaba algo como manda un superior a su subordinado. Siempre, en su sonrisa de mentón rocoso, quedaba colgando una apuesta: “A que no eres capaz de dibujar dos buenos paisajes en menos de una hora”, venía a significar.
Y yo, que estaba recién comido, cogí aquel guante sin pedir explicaciones. Pero al igual que me pasó en el ventorro de Manzanera, siempre me quedaba el resquemor de que mientras yo recibía sus encargos él se dedicaba a sus intrigas, la parte que entonces más propia me parecía de mi condición romántica y la mejor decoración posible para un entusiasmo tan impetuoso.
Salí a la calle. La tenue neblina del amanecer había humedecido los sillares de las casas, los arcos ojivales de los zaguanes y los escudos labrados en sus claves. Las fachadas de las casas disolvían cualquier delirio de grandeza con macetas de geranios en los ventanucos y zócalos de añil en las tapias enjalbegadas.
Al final de la calle, a mano derecha, encontré una plazuela con dos sobrios palacios enfrentados que alternaban la piedra sillar y la mampostería. En aquella parte del Mestrazgo la piedra es de un color que va variando según la hora del día entre el cobre frío del amanecer, el amarillo cáñamo cuando el sol está en lo alto y un anaranjado de venas ferruginosas cuando el sol traspone la ermita del Cid. Me impresionaron sus aleros de madera grabada por signos inquietantes, con el clásico mono burlón en la esquina. Era el aroma de las rancias casas de las aldeas, contagiadas de la sencillez agrícola, ahogada cualquier estridencia entre la dulce luz y el aire puro.
Entonces a mí lo único que me preocupaba era la gama de la arcilla en el campanario de la iglesia, una torre sin aristas, como un barroco purificado por la sencillez arábiga de los ladrillos. Detrás de uno de aquellos sobrios palacios había un delicioso mirador. El pueblo entero se asomaba a las orillas de una rambla bastante profunda cuyo lecho estaba inundado por los huertos. Deslindados con tapiales de piedra rubia, las piezas tapizaban la rambla en distintos tonos de verde que abstraídos del paisaje, en la pura abstracción de sus matices, y en la trabajosa caligrafía de los tapiales, emocionaban más que cualquiera de las vistas que, pensaba yo entonces, Lewis Gruneisen hubiera esperado de mí.
En la rambla todavía no se había terminado de disipar la neblina, y por el camino que cruzaba los huertos vi a varios pastores que conducían un hato de vacas. Los lomos tintos de los bueyes, la lenta máquina de sus ancones, subían hasta las casas de la otra ladera de la rambla, al barrio de la Costera, construido con retajos de sillar de los palacios, con cantos y rebabas de la piedra conseguida sin más ciencia que una mano.
Mi alma de pintor me llevaba hasta los huertos y las casas, pero mi cerebro de corresponsal me dirigió, al final de una calle estrecha, a la puerta del palacio donde, según me había dicho Lewis, don Carlos se iba a alojar. Me senté en un lavadero que había enfrente de la iglesia. Desde allí, sobre la roca verdosa y esmerada y el aroma de jabón casero, dibujé lo que Lewis me había encargado, pero me conjuré para volver al día siguiente, a la misma hora, y pintar una geórgica, y disfrutar de ella.
–Muy bien –dijo Lewis, como si fuera una notificación rutinaria–, puede valer. Ahora coge tus bártulos y acompáñame. ¿Has comido bien? Nos espera una caminata.
–Oye, Lewis –le dije yo, con ese tranquilo valor que sólo siento cuando veo algo que me emociona–. Este pueblo es muy pequeño. ¿Dónde se va a alojar tanta gente?
Lewis había metido en su morral los chorizos y las longanizas que yo rechacé del amable señor Pitarch. No sé de dónde sacó un sombrero de paja como el que usan los segadores. Yo seguía con mi chistera, cada vez más polvorienta.
–Los soldados vivaquean en verano.
–Y también comen, supongo.
–Vaya, Charles, ¿ya te ha convencido el señor Pitarch con sus temores? Sería ridículo. Las tropas de don Carlos no son ninguna plaga de langostas. Si acaso, deberían temer aquellos pueblos por donde no pase la Expedición, siempre y cuando colaboren con el enemigo, por supuesto. Pero éstos, mientras el rey los ocupa, son siempre territorio de prosperidad. Si no fuese así, ¿cómo iban a encontrar aquí tanto apoyo los carlistas? Fíjate en Cabrera, y eso que es catalán...
Me dolían las cebollas de los huertos, los terneros que correteaban junto a las vacas, y me dolía también la sensación de no estar comportándome como un aventurero. Aquellas casitas del barrio de la Costera me habrían ocupado para todos los amaneceres del verano. El resto, por mucho que lo intentaba, no acababa de importarme. “Lo peor, Charlie, querido”, solía decir mi tía Holly desde que era un niño, “es que todo te importa un bledo”.
Lewis me hizo subir por una pendiente caliza, entre pedruscos y hierbajos diminutos, a una velocidad que mis pulmones no habían resistido nunca, pero quizá fuera el aire limpio de la altura, o la concentración en no caerme monte abajo, lo que me hizo seguir sus pasos hasta lo que él llamó la Peña del Morrón, un peñasco desgastado por el hielo desde donde se abarca entero el valle y los palacios y las casas y la iglesia son un racimo de pinceladas blancas con una veladuras amarillentas y rojizas.
Vi entonces el cielo, quizás el que, según Tadeus Hunt, veía su querido amigo Constable. Vi los hilos transparentes de las nubes y la saturada profundidad de los azules, y me di cuenta de que el cielo era reflejo de la tierra, en el ancho infinito latían los tonos cálidos y austeros de las rocas grises y las piedras amarillas.
–Desde aquí saltó el apóstol Santiago en ayuda del Cid Campeador –dijo Lewis, como si me hubiese indicado las señas de un conocido.
Él se sentó a almorzar al pie de una cruz pintada de negro y yo le pedí prestado el catalejo. Me impresionaron las montañas, como el lecho de un océano vacío, altozanos desgastados por el tiempo que se derramaban en terrazas pardas hasta el interior del valle. Creo que fue la primera vez que sentí lo que se suponía que iba a sentir. El viento azotaba mi rostro, alborotaba mis cabellos y levantaba las faldas de mi levita, mientras yo afirmaba mi cuerpo con la bota derecha encima de una piedra. Fui girando el catalejo por aquél paisaje tan antiguo, hasta que vi, derramándose por entre las colinas, una mancha de reflejos dorados y nubes de polvo.
–Ya están ahí –grité a Gruneisen, muy ocupado con el chorizos–. Son como una gran serpiente jaspeada –le dije, y creo que luego Lewis lo aprovechó en su reportaje.

V. Barbas y bigotes

Al atardecer, aquel pueblecito de belleza frágil estaba invadido por una muchedumbre de mariscales y aldeanos, de caballos cansados e infantes heridos, y de una cantidad de curas por todas partes que yo no había visto en mi vida. Las caballerías se amontonaban en los abrevaderos, que por estas tierras llaman bacios. Junto a la torre de los Templarios, una cola interminable de soldados aguardaba con la bacinilla en la mano su turno para el rancho. Otras patrullas armadas sacaban toneles de vino de las bodegas, o daban órdenes a los pastores para que reuniesen los rebaños a la salida del pueblo, o iban casa por casa para inspeccionar los dormitorios de los dueños y cerciorarse de que pudieran alojarse allí oficiales de alto rango. El resto, la tropa, comía ristras de chorizos y morcillas a la sombra de las fachadas, a veces con una venda en la cabeza o con un brazo en cabestrillo. Los heridos más débiles eran transportados en parihuelas hasta un pajar al otro lado de las huertas, donde se hacinaban con sus heridas purulentas y sofocaban el aire con sus ayes de dolor. Los soldados bebían vino como descosidos, no tanto por ir de parranda como para convocar al sueño, pero había tantos miles que muchos se dedicaron a registrar las despensas de las casas en busca de comida y de muchachas asustadas. Las huertas estaban deshechas, los soldados arrancaban las cebollas y las patatas tempranas y las matas de judías y tomates verdes. Con un extraño sentido de la naturaleza, aprovechaban las piezas devastadas como letrinas y arrojaban desde el mirador los desperdicios. Algunas casas del barrio de la Costera servían de establo para más de mil caballos, cuyo estiércol iba también a parar a los pobres huertos machacados. Al año siguiente debió de haber una cosecha tremenda.
A la salida del pueblo, las reatas de vacas, los rebaños de ovejas, las piaras de cerdos y los hatos de cabras aguardaban cabizbajos a que un batallón de carniceros con cuchillos de media luna y la cara manchada de sangre les diesen un tajo en el cuello. Otros los destazaban colgándolos de un crucero del camino, y otros descargaban sacos de sal para cubrir con ella los lomos y los jamones antes de que los atacasen las moscas. Junto a ellos pasaban los heridos que habían muerto al descansar por fin en una cama, se los llevaban con el rostro cubierto por el capote. En el cementerio, una compañía cavaba las fosas y arrancaba estacas de los cercados para poner encima una cruz. Un cura lo supervisaba todo.
La plaza del pueblo no tenía nada que ver con este espectáculo desolador. Allí, custodiados los accesos por lanceros de la guardia real, los parásitos de don Carlos y sus mandos militares iban y venían como si estuvieran en un balneario. Los cortesanos, con zapatos, chistera, camisas con chorreras, chalecos de flores y bastones con puño de plata, secreteaban animadamente bajo los porches ojivales del Ayuntamiento. Su Majestad sin trono se alojaba, como me había advertido Lewis, en Casa Matutano, otro palacio, el más grande de los tres, con aires de convento señorial. A don Carlos le gustó tanto el pueblo y la casa de Matutano que decidió hacer un alto en el camino y quedarse una semana, del 22 al 29 de julio de 1837, y tomarse un pequeño descanso.
Para las costumbres herméticas de las monarquías sólo cuenta el decorado y la temperatura. El mundo era esa plaza por la que paseaban incluso las damas de buena familia de los alrededores, que hacían todo lo posible para que algún marqués de aquellos les echara el ojo. Era la Estella irreal de la que había partido aquella estrafalaria cabalgata, con una división entera de falsos navarros, en busca de otras estellas escondidas por las montañas. En la Estella real, sin embargo, y en todas las provincias vascas, ya empezaban a estar hartos de empujar un ariete que sólo se ocupaba de las proclamas remilgadas y de los besamanos.
Lewis me había citado en el cuartel real a mediodía, cuando ya se hubiese peinado todo el mundo. Yo me desperté ese día muy temprano, pero había desistido de pintar aquel paisaje: prefería pintar de memoria lo que había visto el día anterior. Ocupé el tiempo en trasladar nuestras cosas de lugar. El señor Pitarch había hecho lo posible por retenernos, pero su casa había quedado a disposición del barón de los Valles, el marqués de Valdespina y el Padre Echevarría con sus respectivas servidumbres. Aún podíamos haber dormido en el sobrado, o en el palomar, pero el cura Echevarría, según me confesó el señor Pitarch, dijo que no dormiría tranquilo si encima de sus cabezas había un par de ingleses herejes y desleales.
Así que nos fuimos al convento franciscano que hay en la entrada del pueblo, una sobria construcción románica en cuyas celdas se alojaban altos funcionarios y clero regular, mientras los monjes que no estaban atendiendo a los heridos dormían en la bodega. Desde mi celda veía destazar las vacas y los cerdos, las cabras y las ovejas, los pavos y las gallinas.
El señor Pitarch estaba muerto de miedo. La presencia de los aristócratas y el cura le hizo desahogarse conmigo.
–¡No podremos pasar el invierno! –dijo, y se levantaba la boina y se quitaba el sudor de la frente con un pañuelo de yerbas.
Yo me puse de su parte.
–Esto es una barbaridad –dije.
–Por lo menos no han hecho lo que hizo el Serrador en Mirambel, que quemó la iglesia para sacar a los leales que se habían encerrado dentro.
–¿Los leales?
Al señor Pitarch se le escapó un mohín de aplomo.
–Los leales a la Constitución.
Yo lo miré como se mira a alguien al que estás decidiendo si confesar o no un secreto. Miré también a mi alrededor. Estábamos en el zaguán de la casa, empedrado con cantos que dibujaban círculos y hojas de laurel. Me acerqué a la escalera del fondo, por si había alguien en esos momentos en el piso de arriba, y le hice una seña al señor Pitarch para que fuésemos a la cuadra.
Con todo ese aparato escénico creí vencida cualquier resistencia del señor Pitarch. Aun con todo, me tapé la boca al decirle:
–¿No hay liberales aquí?
El señor Pitarch se secó las manos en los faldones de la blusa.
–¡Uy! Si los hubiese, ya habrían sido fusilados –dijo, a media voz.
–Sí, es mejor no hacerse ver –insinué.
El señor Pitarch me miraba como si hubiésemos ido a la cuadra sólo para estar más frescos, y me contó su vida. El señor Pitarch era un comerciante de barricas que vivía en Ulldecona y abastecía a todos los pueblos del Maestrazgo. Pero esta maldita guerra, que ya duraba tres años, lo había ido desplazando de pueblo en pueblo a medida que los carlistas arruinaban su negocio.
–Es lo único de lo que no pueden prescindir, tanto si tienen dinero como si no lo tienen –dijo el señor Pitarch.
–Lo comprendo –le dije, y puse mi mano sobre su hombro–. Yo tampoco entiendo nada. En cuanto termine de retratar a todos estos mentecatos, me largo de aquí. ¡No puedo soportar lo que han hecho con el pueblo! –dije, en un tono quizá excesivo.
–Pues dígalo –dijo el señor Pitarch– ¿No es usted inglés, no es usted periodista? Ustedes son los que lo tienen que decir.
–El periodista es el otro. Yo sólo hago los retratos –dije, elevando las cejas como muestra de fatalidad y de resignación.
El señor Pitarch me contó también entero el ataque del Serrador a Mirambel, ese mismo invierno, y luego yo le pregunté:
–Esta tarde quisiera dar un paseo por los alrededores. ¿Qué lugar me recomienda, señor Pitarch?
Salimos de la cuadra, el sol estaba en lo alto y decidí bajar hasta la plaza de armas. En un banco de piedra que hay pegado a los muros de la Casa de la Mona vi a Lewis departiendo con un individuo de aspecto enfermizo quien, como pude observar en otros cortesanos y generales, tendía a entrecerrar los ojos y llevar la mandíbula inferior por delante de la superior, como si eso les diera un aire más aristocrático. Iba en traje de gala, llevaba un abrigo con cuello de pelo abotonado, todas sus medallas y condecoraciones de colores y una enorme boina roja con un penacho de hilos de oro que salían del pitorro. Tenía un hablar atildado y parsimonioso. Cuando yo llegué no interrumpió su discurso.
–¡No me puedo creer que no haya consultado todavía mi libro Una página de la vida de Carlos V! En él explico con claridad cómo yo mismo, sin ayuda de nadie, acompañé a Su Majestad a través de Francia, cuando veníamos de su país, señor Legüis, y cómo me puse al mando de los bravos argelinos en el sitio de Bilbao. Allí hablo de los dos balazos que me dieron en Hernani, del caballo que me pisoteó en Barbastro. ¡Son episodios fundamentales de la historia de España, señor Legüis!
Lewis se levantó para presentarme.
–Le presento a Charles Lamb, mi ayudante.
–¿El pintor? ¡Pues ya era hora, jovencito! –me dijo, sin levantarse y cerrando los ojos del todo–. ¡Que llevo así vestido media hora, con el calor que hace!
–Charles, te presento al barón de los Valles.
Fue entonces cuando el barón descruzó las piernas y mientras se levantaba fue desgranando sus apellidos.
–Ayudante de campo de Su Majestad, oficial de la secretaría de Estado, caballero pensionado de la Orden de Carlos III, caballero de segunda clase de la Orden Militar de San Fernando y unas cuantas cosas más que no voy a perder el tiempo en recitar. ¿Y usted?
–Yo soy sobrino del Primer Ministro de Inglaterra –dije–, y trabajo como pintor.
Lewis me clavó con la mirada.
–¿Comenzamos? ¿Dónde va a posar, aquí mismo? –dije yo, mientras abría el maletín, antes de que el ambiente se enrareciese.
Me pasé el día entero retratando cortesanos. Todos adelantaban la mandíbula, todos entrecerraban los ojos, todos llevaban heridas de bala y todos habían socorrido a Su Majestad en ocasiones peligrosísimas. Me di cuenta de que el acceso a mis retratos era una prerrogativa que desataba envidias entre aquella florinata.
Mientras yo les sacaba un retrato Lewis los entrevistaba. Me fijé sobre todo en los otros dos que nos habían echado de la casa del señor Pitarch. Valdespina era una leyenda viva, le faltaba un brazo y hablaba con el desapego de quien ya se ve bajar hacia el final, pero deja atrás una biografía portentosa: asaltos, destierros, pronunciamientos, parlamentos, batallas y el inevitable nombre científico de cada uno de sus cargos y de cada una de sus hazañas. El otro, el Padre Echevarría, con cara de lechoncillo, se pasó el retrato maldiciendo de los ingleses.
Terminé agotado de pintar todo tipo de barbas y bigotes que cabe imaginar en una cara. Ya estaba oscureciendo cuando decidí dar un paseo antes de acostarme. La noche estaba inmensa y clara. Salí al camino de Villafranca entre soldados borrachos y escuadrones que seguían patrullando por las casas. El señor Pitarch me había dado pormenores sobre la peña del Morrón, que yo, aunque no se lo dije, ya había visitado. Y también del Cerezo de los Ahorcados y del Arroyo de las Truchas, pero no me había dicho nada de la ermita del Cid, el primer lugar al que cualquier vecino habría mandado a un viajero.

VI. Las vacas del Sol


Llegué a la ermita entre el griterío de los pájaros que llegaban en bandadas desde el valle y se posaban a dormir en los saúcos. Frente a mí la Peña del Morrón se recortaba en una sombra violeta con pinceladas de matojos y de piedras. Tras una loma se veían columnas de humo desvanecido, hilachas dormidas, en el inmenso añil, de las hogueras donde asaban a los animales. Conforme me iba alejando del pueblo, el rumor de risotadas, de relinchos, de órdenes de capitán y gritos de vaquero se fue apagando y yo sentía entrar más aire en mis pulmones y que las manos se me deshinchaban.
A mitad de la cuesta, en una de las estaciones del calvario, encontré un puesto de guardia, dos soldados que al ver mi atuendo se cuadraron, pero me exigieron la documentación con cierta brusquedad. Pasé un mal rato. La tropa odiaba las sotanas y las levitas. La cantidad de civiles desocupados que zumbaban alrededor del rey era suficiente para fundar un pueblo entero y ponerlo en funcionamiento. El general Oraa llevaba persiguiéndolos desde que llegaron a la provincia de Huesca, hacía ya casi dos meses, y las tropas carlistas lo habían derrotado allí y en Barbastro, pocos días después, a costa de la sangre de los voluntarios, mientras los señoritos de medias blancas y hebillas en los zapatos se escondían debajo de la cama.
Sin embargo, las faltas de respeto con un civil cercano al cogollo de las boinas se pagaban muy caras. Era una de las escasas muestras de auténtico poder que le permitían a don Carlos, y sólo mientras pasaba por allí. Los hombres de Cabrera eran los que más odio destilaban. Odiaban todo aquello que no fuese la lujuria de la muerte, y las bromas pesadas se les escapaban sin querer, como un eructo provocador, cuando pasaba junto a ellos alguno de nosotros. Porque yo, a sus ojos, era un señorito más.
–¿Adónde va usted? –me dijo uno de los soldados de guardia, colorado, pescozudo, cuando le enseñé mis credenciales.
–Voy a dar un paseo hasta la ermita.
–Allí no hay nada.
–Por eso voy.
Quizá la larga sesión con aquellos fantoches del cuartel real me había vuelto un poco insolente. Quizá me traicionó saber que eran simples soldados rasos.
–Usted verá –dijo el soldado, levantando el fusil un palmo del suelo–. Si cuando vuelve ya se ha hecho de noche, yo no respondo.
–Bueno, bueno –dije yo, un poco harto ya de tanta retórica soldadesca–. La noche está muy clara. Ya volveré silbando una cancioncilla.
–Qué cancioncilla.
–Un aria de Mozart –contesté.
–¿Y no puede ser una jota?
–No sé silbar jotas.
–Pues silbe lo que pueda, pero vaya con pies de plomo.
Al final de la cuesta, asomada a una peña, había una explanada con un saúco medicinal y una masía. Me llamó la atención que no la hubiesen empleado para alojar una guarnición, ni siquiera un racimo de curas. El portón del patio estaba abierto. Dentro, atado a una argolla de hierro, descansaba un burro. Di un par de aldabonazos en la recia puerta, y pronto escuché unos pasos rápidos de alpargatas que acariciaban las losas.
Me abrió un monje muy pequeño, calvo y con la mirada viva y el aspecto risueño que se les queda a los ancianos bondadosos cuando se les terminan de caer los dientes.
–He venido a ver la ermita.
–¿Cómo? ¿Y ha venido solo? ¡Vamos! ¡A quién se le ocurre! ¡Pase, pase!
–¿Hay peligro? –le pregunté, mientras pasábamos a un patio de cantos rodados dispuestos en forma de flor. Tenía el sugerente dibujo de la simbología druida, igual que muchas piedras de los dinteles, de las jácenas y las dovelas, que representaban antiguas inscripciones mistéricas y daban a la entrada de la iglesia un aire de ritos nocturnos y bardos adivinos, aparte de un inconfundible perfume a trementina que salía de algún sitio de la casa.
–Estas piedras son muy antiguas –observé.
–Sí, llevaban mucho tiempo en unas casuchas de allá abajo. Me las he ido trayendo para remendar un poco los muros.
–¿Por qué no vienen los soldados a dormir aquí?
–Es merced del Padre Echevarría. Éste, aunque pobre, es un lugar sagrado.
–¿Y los curas?
–Los curas dicen que aquí hace mucho frío. Sólo pasan los adelantaos, pero hace un par de días a uno casi lo fríen a tiros. Los guardias estaban borrachos –dijo el hombre, meneando la cabeza, mientras caminaba como un duende hacia la capilla.
Fray Bernardino abrió la puerta, todavía se derramaban desde las vidrieras las últimas luces de la tarde, que me recordaron la iluminación que vi en el sótano de Tadeus Hunt, ese momento en que la luz no disimula nada y las cosas laten nítidas en su verdadera medida, poco antes de que se desvanezcan en la sombra.
El olor a trementina, o algún disolvente casero, provenía del altar. Fray Bernardino había construido un andamiaje de palos y nudos de esparto con el que se podía recorrer la bóveda de la capilla. Allí pintaba y repintaba cenefas llenas de volutas y de acantos, florindangas de colorines, plumas de ángel y ojos de santo, todo con el primor de un amanuense que minia las hojas de un libro sagrado y el desparpajo del artesano que pinta sin dudas ni planteamientos generales. Tenía, además, el encanto místico de la eterna repetición, allí subido, como Simón del desierto, como pez que barbea en una cúpula de yeso y caña, o en el mismo cielo.
–Suba, suba –me dijo, encaramándose a aquel castillo de naipes viejos.
–¿Y usted cree que nos va a resistir a los dos?
–¡Pues anda!, ¡pues claro! ¡Cómo se va a caer, si no se ha caído nunca!
Fray Bernardino subió como una ardilla, y cuando ya estaba arriba me dijo los palos donde tenía que poner los pies y los nudos de esparto que tenía que agarrar con la mano. El andamio estaba hecho con arreglo a su estatura, de manera que tuve que ver su obra en cuclillas, iluminado por un hachón de aceite, con el suelo temblando bajo mis pies. Él se movía por el andamio como la ardilla cuando ya ha subido, yo intentaba no mover deprisa la cabeza. Oscurecía.
–¿Es usted valenciano, fray Bernardino?
–¿Yo? Pues sí, claro que sí...
En nuestro desvío por tierras de Cataluña y de Valencia yo había visto esos colores en los azulejos y esas florindangas en las fachadas de las iglesias, esos mismos tonos llamativos, profundos, naturales, como de sedería mahometana.
–Y esto, ¿lleva mucho tiempo haciéndolo?
–Pues sí, o no, no sé... ¡Es posible!
Seguí sus instrucciones para bajar de aquella formidable máquina de ingeniería, que resistió mi peso por razones de física sobrenatural.
–Está entrando la noche, fray Bernardino. Debería volver al pueblo, pero me gustaría venir por la mañana y sacar algunos apuntes de la ermita, si no hay inconveniente.
Nuestra charla de pintura nos había hecho amigos, y el ermitaño insistía en el peligro de bajar al pueblo con la noche cerrada.
–No se preocupe, fray Bernardino. No me pasará nada.
Me despedí de él y aspiré el aire de la noche. Los grillos habían sucedido a los vencejos. Una sombra azul se extendía hasta los límites del cielo y se divisaban los caminos y el resplandor de las hogueras al otro lado de las lomas, como si el día se hubiese detenido justo antes de anochecer del todo. Me puse a silbar una cancioncilla, pero aún no había pasado de los últimos misterios del calvario cuando escuché un estallido destartalado y una bala me pasó rozando la cabeza, o esa impresión me dio. No pensé en nada, en esos momentos no se piensa en nada. Me agaché, me di la vuelta, y volví corriendo a la ermita. Fray Bernardino me esperaba en el portón.
–¡No dirás que no te lo he advertido!
–Sí, sí.
El abuelillo trancó la puerta y yo lo seguí al zaguán de los motivos druidas.
–¡A quién se le ocurre! ¡Con la tirria que os tienen a los ingleses! –rezongaba el fraile, y abría las puertas por las que antes no me había invitado a pasar.
Atravesamos en un corredor lleno de aperos de labranza contorneados por los resplandores de luna, a pesar de lo cual me di con los bocados herrumbrosos que colgaban junto a las colleras. Los frenos tintinearon y yo ahogué una maldición, y cuando me palpé la frente sentí el frescor de la primera sangre sobre la yema del dedo.
–Cuidao –dijo fray Bernardino.
Luego pasamos por una cuadra vacía, un lagar cuyo hedor fermentado me recordó los figones de Londres, y varias otras estancias a derecha e izquierda que casi hacen rendirse a mi sentido de la orientación. Al final abrió una portezuela en un altillo.
–Aquí dormirás tranquilo –dijo.
Cuando salía por la puerta, fray Bernardino se giró hacia mí, encendió un candil que dejó colgado de un clavo; entre las sombras coloradas me dedicó la sonrisa del niño que se despide de su amigo pensando en el próximo día de juegos, y me dijo:
–¡Y mañana, a pintar! –y riéndose por lo bajinis desapareció entre las tinieblas.
La celda, con un nicho empotrado en el muro, había servido de palomar. Las paredes estaban llenas de hornillas triangulares, los descalzaderos las perforaban junto a la tejavana que, según mis cálculos, daba al acantilado de poniente. Entre las pajas apelmazadas del nicho quedaban plumas y palomino seco. Cuando uno está en la guerra, sin embargo, la higiene sólo significa un lugar seguro, así que me tumbé en el nicho, que me venía pequeño, y me dispuse a descansar un rato.
Apagué el candil, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la noche volví a ver hilos de luz azul que atravesaban las troneras diminutas. Me pareció escuchar una especie de zureo, como si un palomo dormido hubiese cambiado de postura, y ver los ojos glaucos de algún bicho. Estaba en el palomar de una masada de lo alto de un cantil, pensarlo me estremecía, pero al mismo tiempo me hacía sentirme seguro, como si determinado tipo de belleza, la de la inmensidad arrasadora, la de la noche inabarcable, me reconciliase con la sensación de no haberme perdido del todo.
Lo que sonaba como un zureo nocturno me pareció después ruido de viento y después mugido lejano, y lo que creí tintineo de los aperos o herrumbre de la veleta terminó siendo un inequívoco cencerro. Me pregunté si el señor Pitarch y sus vecinos no habrían guardado allí algunos animales como si fuesen las vacas del Sol, para no morirse durante el invierno. Me pudo el insomnio y la curiosidad, y cierta aprensión que me daba el palomar, todo hay que decirlo.Traté de desandar los vericuetos de fray Bernardino, sin hacer ruido ni darme golpes con los aperos. Acabé en un lugar distinto del que yo creía, abrí una portezuela y vi que daba a una escalera de piedra colgada de la fachada en la vertiente del precipicio. Los mugidos y los cencerros provenían de una puerta que vi al pie de la escalera. Embriagado por las circunstancias, decidí bajar. El abismo que se vislumbraba entre la noche clara me hormigueaba en el estómago, el viento me golpeaba en el rostro, me escocía la herida de la frente. En los últimos peldaños encontré un resguardo. Me apoyé en la puerta y apliqué el oído a las rendijas. No eran mugidos, ni cencerros. Eran voces.

VII. Música de cámara

Pintar a don Carlos María Isidro de Borbón no fue difícil: era idéntico a mi tía Holly, pero con largos bigotes de moco. La lengua gorda, la nariz perfilada, la mandíbula de mayordomo y esa mirada de no creerse nada de lo que le están diciendo. El recuerdo de mi tía Holly me ayudó a que don Carlos no saliese con cara de tonto.
Después de pasar entero el día anterior de marqués en marqués, pero sin entrar en las dependencias de Su Majestad, como lo llamaba todo el mundo, por fin subí la espléndida escalera de la casa, de estilo imperial, con dos meandros de tres tramos que confluían en la amplia, regia escalinata de entrada al piso superior. Yo mismo me sentí más altivo al subirla, pero los balaustres eran celosías de madera muy tupidas y el pasamanos del barandal, aun siendo de madera noble, había sido esmerado por manos campesinas, y eso le daba al cuartel un aroma de campo que las ceras olorosas de los carlistas no pudieron mitigar. Creo que esa escalera tuvo la culpa de que permaneciese allí la Expedición una semana, porque era la escalera que los carlistas hubiesen querido subir en Madrid, aunque de momento se conformasen con escalinatas de provincias.
En el gran vestíbulo del primer piso un enjambre de aristócratas aguardaba la salida del Pretendiente. La Expedición llevaba en una carreta con seis mulas los muebles del salón real, que don Carlos ordenó disponer en aquella sala de armas, incluida una curiosa tarima de tres peldaños en el más alto de los cuales estaba el sillón torneado del rey. Los camareros sacaban bandejas con embutido; las criadas, vestidas con mandiles de puntillas y cofias que les venían grandes, rellenaban los vasos de vino. Un cuarteto de viento interpretaba fragmentos de El barbero de Sevilla.
Lewis Gruneisen me hizo estrechar varias docenas de manos antes de que pudiese disponer mis bártulos. Entre mano y mano, en inglés y en voz baja, Lewis me iba reprendiendo.
–¿Puede saberse dónde te metiste anoche?
–Estuvieron a punto de matarme.
–Mariscal de campo don Alonso Cuevillas.
–Encantado.
–Te saltaste un puesto de guardia.
–Eso no es cierto, Lewis. Hablé con el puesto de guardia.
–Brigadier don Luis López del Plan.
–Cómo esta usted.
–Los soldados del puesto no te dispararon.
–¿Y eso tú cómo lo sabes?
–Coronel José María Aguirre, escolta de Su Majestad.
–Hola.
–No te metas donde no debes, Charles. ¿Qué viste en la ermita?
–Flores y símbolos druidas.
–Mariscal de campo y jefe de los guías de Navarra don Pablo Sanz.
–Qué tal, Mariscal.
–No te dejes llevar por tu buen corazón, Charles. No te fíes de nadie, y no le saques al rey la cara de tonto que tiene porque si no nos fusilan a los dos, ¿entendido? –dijo Lewis Gruneisen, con sonrisa de circunstancias, mientras esperábamos a que se abriera la puerta de doble hoja que comunicaba con las habitaciones de Su Majestad.
Yo había conseguido que pusiesen la tarima y mi caballete junto al balcón, después de algunos forcejeos absurdos porque ése no era, según dijo no sé qué brigadier, el sitio más distinguido. A pocos pasos rey, con un recado de escribir, se sentaba el notario real, un pobre hombre que tenía la penosa labor de transcribir todas las tonterías que se dijesen en la sala, y junto a él su secretario particular, civil, con pajarita, a quien todos llamaban don Satur, y que no dejaba de vigilar a la concurrencia y cuchichear al rey. Conmigo, al lado de la ventana, esperaba Lewis.
El rey se retrasaba y me puse a mirar por el balcón. Más allá de los jardines pasaban las carretas con reses desolladas. Me llamó la atención un mozo, quizá porque no llevaba uniforme o porque no había visto mozos en el pueblo que no perteneciesen a ningún batallón. No tardé en reconocerlo. Lewis también se percató, y dejó caer una sonrisa de regodeo.
–¡Vaya, Charles! –me susurró en nuestra lengua–, creo que me apresuré a pagar una apuesta que no había perdido...
Era el chico de Manzanera, el que encontramos en el ventorro y Lewis intentó convencer de que se viniese con nosotros a la Expedición. Creí que había podido evitarlo, pero Lewis no necesitaba más que unos minutos para convencer a cualquiera de lo que le diese la gana. Iba con unos calzones hasta la rodilla, unas alpargatas de esparto, una blusa y una boina negra, no la boina vasca de los carlistas, sino una boina pequeña, parda, encasquetada.
Sentí pena. Y entendí las voces que había escuchado en la ermita, y que hasta entonces había creído que eran murmullos de soldados liberales, dispuestos al asalto del pueblo –creía yo– con la complicidad del señor Pitarch.
–Por favor, Lewis, yo te pagaré lo que tú me digas, pero baja inmediatamente y esconde a ese chico.
–No tengo otra cosa mejor que hacer –se mofó Lewis.
–Lewis, ese chico es carne de cañón. ¿No te has fijado en que todos los heridos son muy jóvenes? Los veteranos los mandan a la vanguardia y de paso se los quitan de en medio para que no les falte la ración.
–¡Basta, Charles! ¿Te has vuelto loco? ¿No te das cuenta de dónde estamos?
Era verdad, estaba loco. Me acababa de entrar un ataque de piedad. La imagen de su madre me provocaba escalofríos. Hasta entonces, pese a la desesperación de mis palabras, Lewis y yo habíamos estado hablando como quien intercambia nombres de nubes, pero yo empecé a sudar y a imaginarme al pobre chico reventado por la metralla.
–Entonces iré yo –dije, muy decidido.
–¡Calla, estúpido!
Yo apreté los dientes e hice ademán de marcharme, pero Lewis me detuvo.
–Quédate aquí. Yo iré.
Lewis abandonó la sala cuando las puertas se abrieron y un paseíllo de servidumbre se derramó por el salón. Detrás, escoltado por generales con la boina puesta, salió don Carlos, pequeño, enfermizo, chaparrudo. Subió con paso marcial los escalones de la tarima, levantó al vuelo los faldones de la levita y se sentó en el sillón.
–Majestad–dijo don Satur, el confidente–, este joven retratista inglés ha hecho un trabajo excelente con otros miembros de la Expedición.
Aquel sujeto dejó caer la mano vuelta, como si fuese un obispo, para que le besase la mano. Lewis Gruneisen tosió, y yo le di un beso en la mano como cuando, en aquellas deliciosas tardes de Hamstead Heath, me presentaban a señoritas estúpidas: les cogía la mano y la subía hasta mi nariz, en un movimiento de látigo, seco y expeditivo, que dejaba a las pobres con el brazo dolorido para el resto de la tarde. Pero un jefe del ejército que aspira a ser rey no puede lloriquear a sus institutrices, como hacían ellas.
–¿Cómo te llamas, hijo mío?
–Mi nombre es Lamb. Charles Lamb..., majestad...
–No entiendo por qué los ingleses nos han cogido de pronto esa manía, ¿verdad, Sebastián? ¿Qué diría mi querido almirante Parker? ¿Os he contado la historia del almirante Parker, cuando fletó un barco para trasladarme de Portugal a Inglaterra? ¿Te lo he contado, Sebastián?
Sebastián era un joven de mi edad, sobrino de don Carlos, que paseaba por delante de la música con las manos en la espalda y la cabeza baja. Cuando la levantaba, bajo su bigotillo ralo se veía un raro frunce de la boca, una rara desorbitación de los ojos. Tuve que hacer muchos esfuerzos para no pintarlo con cara de loco. Era el único que no llevaba el traje de gala. Iba en camisa, con el lazo suelto y los puños desabrochados. Sólo se adivinaba su condición militar por las botas y los calzones rojos. Lewis me contó que, con su victoria en Hernani, al frente de todo el ejército carlista, la fama se le había subido a la cabeza y ya paseaba como Napoleón.
–Sí, majestad, conozco el episodio –dijo.
En ese momento unos tacones cruzaron la sala y se cuadraron delante de don Sebastián.
–Su Alteza, pido permiso para que se reúna el Estado Mayor urgentemente.
–¿Qué pasa ahora? –dijo el infante don Sebastián.
El coronel Lacy, Gobernador del cuartel general, se inclinó para susurrar unas palabras al oído del infante.
–¿Qué pasa, qué pasa? ¿Qué es eso de secretear en mi presencia?
El coronel Lacy cruzó con el infante una mirada de titubeo, dio más taconazos hasta donde yo estaba pintando y se volvió a cuadrar, con tanto aparato de piernas que casi me tira el caballete.
–¿Qué coño pasa ahora? ¿Me voy a tener que quitar de aquí en este preciso momento? ¡Si cambio ahora de postura, luego ya no me va a salir la misma!
Lewis Gruneisen volvió a entrar en la sala, apuntó una reverencia y se acercó sonriente hacia mí. Yo le pregunté con la mirada. Él me tranquilizó con los labios.
–Tenemos un problema con el suministro, majestad –estaba diciendo el coronel Lacy–. No hay comida para toda la tropa. No será posible quedarnos hasta el lunes como habíamos previsto.
–¡No te fastidia! –dijo don Carlos, sin mudar el gesto–, ¡con lo bien que se está en esta casa y lo fresca que es! ¡De eso nada!
El infante Sebastián se acercó sin levantar la cabeza.
–No te preocupes, Miguel. Mandaremos una división a otro pueblo. Que vayan los Granaderos de Castilla.
–¡No! –interrumpió don Carlos–, que vayan mis navarricos, los Guías de Navarra, que comen como limas, ¿verdad, Genaro?
–¡Pero adónde, majestad, si las partidas de aprovisionamiento vuelven con los bolsillos vacíos! –suplicó don Genaro, jefe de los Guías de Navarra.
El coronel Lacy sacó un mapa del bolsillo.
–Hay un pueblo a no más de cinco leguas de aquí, Fortanete, bien resguardado, con mucho monte y ganado de altura.
–No conozco Fortanete –dijo el Pretendiente–, pero es que, con la paliza que nos estamos pegando... ¡Anda!, tengo una idea. Charles...
–¿Sí, majestad?
–Cuando acabes el retrato, ¿por qué no te vas tú también con ellos y me traes unas imágenes del pueblo? Me vendrá bien para los discursos, ¿verdad, Sebastián?
Lewis no movía un músculo.
–Con mucho gusto, Majestad –dije, y seguí pintando.
–¡Satur! –dijo don Carlos–, búscale un ayudante a este señor inmediatamente.
–Ya lo tiene, majestad –intervino Lewis Gruneisen–. Es un chico de Manzanera que nos acompaña en el viaje y nos sirve como criado.
–Pues ea –dijo don Carlos–, y no se hable más: que se vayan a Fortanete, que aquí estamos en la gloria.

VIII. El chico

Pensaba que lo habían encarcelado, y que lo iban a fusilar. Nada más entrar en el pueblo, mientras sus ojos se acostumbraban al espectáculo de los caballos y los uniformes, a más gente de la que había visto nunca en su vida, un soldado lo agarró del brazo:
–Eh, tú, muchacho, ven conmigo.
El soldado lo llevó hacia el camino de Villafranca, pero al llegar a la plaza otro soldado los detuvo.
–¿Adónde vas con él?
–A dar un paseo, mi sargento.
El chico ya había escuchado antes esa forma de hablar. Se lo escuchó contar a los arrieros que lo llevaron hasta Mosqueruela cuando se escapó de casa.
–Trae acá –dijo el sargento–. Yo se lo daré.
Y el sargento se lo había llevado en sentido contrario. Durante todo el camino el chico intentó explicar al soldado que él sólo quería unirse a la Causa, luchar como él, llevar un uniforme como él. Aunque fuese muy joven, ya sabía herrar a los caballos, decía, pero el sargento parecía estar sordo, y cada vez caminaba más deprisa y le apretaba más el brazo.
–No soy un chico –acertó a decir cuando empezó a pensar que todo era inútil.
El sargento lo mandó callar. Se metió con él por una calle y fueron a parar a un convento. Pasaron junto a un crucero del que colgaba una enorme vaca muerta. Él y un cura gordo que cuando pasó a su lado hizo la señal de la cruz lo metieron en un cuartucho, cerraron la puerta y pasaron el cerrojo.
Y allí estuvo, sentado en el suelo, hasta que yo terminé de retratar a don Carlos y a don Saturnino y a don Sebastián y a toda la parentela carlista, bien entrada la noche. Cuando abrí la puerta del cuartucho se sobresaltó y me miró con los ojos del animal que va a ser sacrificado, los ojos de las personas cuando saben que van a morir, más allá del orgullo, la firmeza o la desesperación, como cuando ya se ha perdido la fuerza para suplicar y el sentimiento muere antes que la vida. El muchacho se levantó, se quitó la boina, y la cogió con las dos manos en el pecho. Llevaba mojados los calzones, pero nunca se le vio una lágrima.
Cuando me reconoció tras el resplandor de la vela, la vida le volvió a los ojos, y se atascaba intentando que lo recordase, que él era el chico del ventorro, que había hablado con mi amigo...
–¡Silencio! –le grité.
Yo estaba de muy mal genio. Me dolían las manos, y sobre todo los oídos. Después de ocurrírsele a don Carlos que los Guías de Navarra se fuesen a Fortanete, los cortesanos más allegados empezaron a pedirme retratos de última hora, con una insolencia que yo sólo resistí por la presencia sosegante de Lewis. La división partiría con la fresca, al amanecer, y tampoco me quedaba mucho tiempo para descansar.
Se llamaba Juan. Era rubiales, espigado, uno de esos mocetones a los que les crecen más deprisa los huesos que la encarndura. En ese desajuste de crecimiento se veía que aún era un niño. Él dijo que tenía más, pero dudo de que llegase a los quince.
–Toma, ponte esto –le dije–. ¿No querías servir al rey?
Lewis Gruneisen, tan meticuloso como aquellas personas que cuando hacen un favor piensan también en el siguiente, había dejado en mi cuarto un hato con ropa militar y una carabina. Antes, a la salida del cuartel real, me había dado a mí una pistola y un bastón con estoque camuflado.
Vestido con el uniforme de los Guías de Navarra el muchacho parecía un pífano. Los calzones rojos se le descolgaban de las botas, pero la casaquilla gris de ojales amarillos le venía un poco pequeña y la boina le tapaba la cara con el vuelo. Él mantenía, no obstante, el gesto serio y temerario que se le supone a un soldado.
–Muy bien –le dije–. Puede valer. A partir de ahora eres un soldado del noveno batallón de Guías de Navarra, al mando del coronel don Tiburcio Saiz. ¿Has entendido?
–Sí señor.
–Pero eso, por lo que a ti respecta, no significa nada. Tú eres mi ayudante particular, y yo soy tu jefe, el que te da las órdenes. Si no me obedeces a mí tampoco estás obedeciendo al coronel Tiburcio, ¿me has oído?
–Sí señor.
–Y harás todo lo que yo te mande, y si se te ocurre separarte de mi lado sin mi permiso y no estar donde yo te diga, le diré a Tiburcio que te fusile.
–Sí señor.
–Tiburcio es amigo mío –dije yo, como si fuese un niño.
Llevé al muchacho hasta mi aposento y le ordené que se acostara y que no abriese a nadie la puerta en mi ausencia. Aún llevaba las manos hinchadas de tanto bigotazo, pero había alguien con quien era preciso hablar. Como un buen criado, Juan se apresuró a darme los guantes y la chistera, y también el bastón armado, cuyo león de plata empuñé consciente de que quizás esa noche sería preciso emplearlo.
Salí del convento, dejé a mi izquierda el matadero, un arroyo de sangre cuajada, y me metí en una calleja cuesta abajo que iba a parar delante de la plaza de los Estudios. Me dejaba llevar por el abrazo fresco y sereno de la noche, que había limpiado en silencio el resplandor de las hogueras y volvía a mostrarse inmensa y acogedora como la noche anterior en la ermita.
El portón de entrada de la casa donde nos alojamos nada más llegar a La Iglesuela estaba entreabierto, pero yo seguí caminando hasta el lavadero, y en vez de cruzar al cuartel real me escondí en la sombra de unas yedras y esperé a que pasase la guardia.
Me encaramé a un pilar desconchado donde podía meter la punta de la bota. Sin apenas hacer ruido con las hojas dejé caer mi cuerpo al otro lado de la tapia, que estaba bastante más profundo que la calle, y al caer casi me tuerzo un tobillo. Comprobé con fastidio que por lo menos los cuatro batallones de los Granaderos de Castilla hacían allí sus necesidades. Caminé junto a las paredes, oculto por la sombra densa de los aleros de las corralizas dentro de la sombra transparente de la noche.
Alcancé la tapia siguiente con la respiración contenida, y también la salté. Allí no olía mal y los dondiegos perfumaban el jardín. Había luz en la cocina de la casa. Camuflado en unas parras vírgenes me fui acercando hasta la puerta del corral. Me deslicé de espaldas al muro, hasta llegar a la ventana de la cocina, me quité la chistera y me asomé sigilosamente por uno de los cristales. El barón de los Valles, el marqués de Valdespina y el cura Echevarría estaban jugando a los naipes bajo la luz temblona de una bujía. El cuarto jugador no estaba, habría salido un momento.
Volví a la puerta de la cuadra. Dentro estaban los caballos del barón y del marqués, dos magníficos ejemplares de raza española, de largas crines y grupas poderosas. Salí por la puerta que comunicaba con la despensa y me orienté por el resplandor de una palmatoria que veía oscilar como si alguien la llevara en una mano y con la otra estuviese revolviendo los cajones. Caminé con cuidado hasta la puerta y vi al señor Pitarch sentado a una mesa, medio adormiscado, y a su mujer recogiendo los platos.
–Buenas noches –dije, saliendo de entre las sombras.
La mujer del señor Pitarch ahogó un chillido de terror. El señor Pitarch se despertó de golpe, pero el primer gesto de su cara no fue de defensa ni de alarma, sino esa reacción concentrada de quienes saben permanecer serenos.
–Ustedes perdonen –dije en voz baja, y traté de explicarles.
–¿Y por qué no ha entrado por la puerta?, dijo la esposa del señor Pitarch, que se llamaba Victorina.
–No quería despertar sospechas.
El señor Pitarch me hizo pasar y cerró la puerta. Era una recocina de las que se usan en los días de matanza, con jácenas de yeso para guardar la conserva en tarros y una chimenea con campana en forma de ojiva y brasas frías sobre los ladrillos.
–Usted dirá en qué puedo servirle –dijo el señor Pitarch.
Yo le dirigí una mirada interrogante que desvié con discreción hacia donde estaba la señora Victorina. Pero ella fue más rápida que nosotros dos:
–Aquí puede usted decir lo que le dé la gana, señor. Usted haga lo que quiera pero váyanse, por el amor de Dios, porque nos están arruinando la vida.
–Victorina... –dijo el señor Pitarch.
–Es cierto, señor Pitarch. La señora Victorina tiene toda la razón. Esto es un disparate –dije yo, muy serio.
El señor Pitarch me ofreció un vaso de vino. Yo le hablé con claridad.
–Señor Pitarch –le dije–, anoche, en la ermita, alguien intentó matarme.
–Los guardias andan borrachos..., no sucede más porque Dios no quiere.
–No, señor Pitarch –le dije, y apuré el vaso de vino. Lo dejé en la mesa, tragué el amargor de la pez y lo miré a la cara:– No sé quién fue, pero estoy seguro de que los guardias no fueron.
–¡Ay, Francisco! –dijo la señora Victorina–, ¡no te metas en líos!, ¡no quieras saber nada de esas cosas, Francisco!
–Mañana salgo hacia Fortanete y quiero saber si la persona que me disparó anoche va también en esa Expedición.
–¡Y yo cómo puedo saber eso!
–Señor Pitarch –le dije–, pasé la noche en la ermita, no volví al pueblo. Y vi lo que tienen allí guardado.
–¡Ay, Francisco! –dijo la señora Victorina–, ¡que ya te lo decía yo!, ¡que algo malo iba a pasar antes de que se fuesen todos estos mangantes!
El señor Pitarch volvió a rellenar el vaso. Era un vino viejo y peleón, vinazo de áspera uva, que tintaba los labios de violeta. Al señor Pitarch le temblaba el pulso.
–Si he venido aquí es para advertirles de que no me parece un lugar seguro. Tarde o temprano, algún soldado se llevará allí a una moza y descubrirán el pastel. Usted no sabe cómo se las gastan estos mentecatos.
–Sí lo sabemos –dijo el señor Pitarch, con el pulso recuperado–. Recuerde usted que conocemos a Cabrera.
–¿Y no había una cueva, un lugar más apartado? ¿No sabían que la Expedición estaba a punto de llegar?
–¡Ay, Francisco! –dijo la señora Victorina– ¡No te vayas de la lengua, Francisco!
–¡Calla, Victorina! –dijo el señor Pitarch.
–Señor Pitarch –dije yo–, mañana me voy a Fortanete y mi único interés es sacar de esta gusanera a un chico como aquellos que tienen allí encerrados, como aquellas muchachas muertas de miedo que yo pude ver anoche, sin que ellas me viesen a mí, supongo. Sé que no se andan con contemplaciones. Esta misma mañana, un soldado se ha llevado por delante a este chico mío, y ha tenido que intervenir un sargento para que me lo devolviesen. No sé lo que hubiera sido de él.
–¡Nada! –dijo una voz recia, de hombre fuerte y joven, detrás de mí. Era el soldado que la noche anterior, en la ermita, quería que silbase una jota.
Yo cogí el bastón, pero el señor Pitarch me apaciguó poniendo su mano encima de mi brazo.
–No se asuste, señor –dijo el señor Pitarch–. Es mi hijo.

IX. Luchas intestinas


Al amanecer del 25 de julio de 1837, cuatro batallones de Guías de Navarra, dos escuadrones del Regimiento de Aragón y tres de caballería partieron de La Iglesuela del Cid por el camino de Fortanete. A mí me adjudicaron una yegua torda que conduje todo el tiempo desmontado, tirando del ronzal, para no perder de vista a mi protegido. En la madrugada fresca sonaban los cascos en las losas de la plaza de los Estudios, estallaban en el cielo limpio las órdenes de los oficiales y el chasquido de las bayonetas. Los lanceros de Navarra brillaban con los puños dorados de sus sables y con las banderolas amarillas y encarnadas que temblaban al trote de sus monturas. Sus chaquetas verdes con vivos carmesí, las largas esclavinas de sus capotes y las borlas blancas de sus boinas imponían más que la humilde casaquilla gris con ojales amarillos, el morral, la alpargata y la boina encarnada de los Guías de Navarra.
Esta boina tiene una historia curiosa. Al principio de la guerra carlista todas las boinas eran vascas, chapelas negras que no distinguían oficiales de soldados rasos. El general Zumalacárregui encargó en Francia unas boinas rojas para distribuirlas entre los oficiales, que pronto se negaron a llevarlas porque a los liberales les era fácil hacer diana con semejante punto rojo en la cabeza. Entonces Zumalacárregui mandó guardar las boinas en un caserío de Eulate.
Cuando Zumalacárregui venció en Alsasua, hizo prisioneros a muchos soldados liberales que se habían perdido en las montañas. Eran extremeños, valencianos, manchegos y andaluces a los que Zumalacárregui ofreció la vida si ellos estaban dispuestos a luchar bajo sus órdenes. Los prisioneros aceptaron, y el general mandó traer las boinas de Eulate para distinguirlos. Como ninguno de los oficiales vascos o navarros quería tomar el mando de estos maquetos, sus mandos fueron siempre jóvenes extranjeros que se sumaban a la causa y aceptaban las más peligrosas misiones. En vida de Zumalacárregui, pertenecer a este batallón de españoles mandado por extranjeros llegó a ser un motivo de orgullo, pero cuando murió el general tras este orgullo se asomó la envidia, y el batallón de Guías de Navarra dejó de asumir misiones especiales y se convirtió, por su condición maqueta, en el último mono de las tropas vasconavarras.
El hijo del señor Pitarch marchaba con nosotros. Él y otros mozos de la contornada se habían alistado en el ejército carlista para servir de verdaderos guías a la Expedición y llevarla por rutas menos tortuosas donde fuesen más difíciles las emboscadas. Estos mozos integraban también avanzadillas de rastreo que en realidad iban avisando a los masoveros de que pusiesen sus bienes a resguardo y escondiesen a sus hijos. Solían ofrecerse también a cambiar guardias nocturnas, como en la noche en que yo fui paseando hasta la ermita. Eran una resistencia desde dentro, un método arriesgado pero incruento de preservar aquellos pueblos de semejante plaga de langostas.
El muchacho venía conmigo. Yo lo entretuve contándole algunos lances de mi vida y él me habló de su madre. Procuraba que todo el mundo viese que Juan era mi criado, un soldadito a mi servicio, porque junto a los batallones y las bayonetas venía con nosotros una chusma bastante inquietante. No más de la mitad de los que habían sido desplazados a Fortanete llevaban el uniforme reglamentario. La mayoría eran aldeanos desharrapados, frailes andrajosos y milicianos con alpargatas.
Desde el primer momento sentí especial inquina por un fraile de hábito irregular que no nos quitaba ojo de encima y un bandido con sombrero que siempre iba junto a él. Era el fraile un viejo escuálido, sanguíneo, de nariz ganchuda y cejas encrespadas; el otro, un chulángano seboso, con cara de perro, llevaba una chaquetilla corta, como las que usan los aduaneros, unos pantalones de vaquero y unas polainas muy rústicas, apenas un pellejo de cordero atado con una beta. Usaba un sombrero de ala, como de picador de toros, arrugado y con grandes manchas de sudor.
Por un raro privilegio que me escamó desde el principio, los dos iban a caballo, y subían y bajaban por columna, reprendían a los soldados como si fuesen generales, trataban a los jóvenes a baqueta y repartían consignas y sermones entre la tropa.
Miguel, el hijo del señor Pitarch, se acercó a nosotros un par de veces para darme novedades e interesarse por el muchacho, pero esa vez lo hizo por la presencia de aquellos dos sujetos malencarados en nuestras inmediaciones.
–Cuidado con esos tipos –me dijo–. Son hombres de Cabrera. Se piensan que están en su propiedad particular.
–¿Cómo se llaman?
–El del hábito se hace llamar fray Aquilino. Y al otro lo llaman el Polaino.
–Cabrera no estaba en La Iglesuela –le dije.
–Por eso mandan a Fortanete a toda esta ralea –dijo él–, a ver si se los quitan de encima. ¿No viste anoche al fraile, en casa de mi padre?
–Pues no –dije, y me acordé de la silla vacía, pero le pregunté:– Y si juegan a los naipes con la plana mayor, ¿cómo es que ahora vienen con nosotros?
–Todos los mandos están conchabados para darles un poco de cuerda. El cura Echevarría convenció al fraile de que viniera con sus hombres y velara por la fe de la tropa. A cambio, ya ves, les permiten que se paseen a caballo con el pistolón metido en la faja. En secreto los mandos confían en que alguien los elimine, a ellos y a toda esa rehala de barbianes que llevamos detrás de nosotros.
El hijo del señor Pitarch me contó entonces la historia de la boina, motivo por el que a él no le resultaba difícil trabajar desde dentro del ejército carlista. Al final sonrió con un cinismo del que su rostro bondadoso no era muy capaz, y dijo:
–Mandan a Fortanete lo que no quiere nadie.
–Mis navarricos –dije yo, con retintín, porque así los llamaba don Carlos.
–¿Navarricos?
Miguel miró discretamente alrededor y bajó la voz:
–Aquí sólo son navarros los lanceros, y míralos por donde van, siempre separados de la tropa. Aunque vayan a caballo están en franca minoría. Llevan un rato discutiendo entre los mandos porque los lanceros dicen que ellos se van a Cantavieja. Vamos a parar ahí delante, en la masía del Rallo. Allí el camino se bifurca y tendrán que decidir.
–Eso es imposible –dije yo–. La orden de ir a Fortanete, por absurda que resulte, partió del propio don Carlos. Yo estaba delante. Además, Cantavieja está en la ruta, no querrán sangrar al pueblo antes de instalar allí el cuartel real, digo yo...
El hijo del señor Pitarch arqueó las cejas y entornó los ojos.
–Eso sólo significa que hay una partida que quiere separarse. Además de los lanceros había un oficial de Zaragoza que también es muy amigo de Cabrera.
Llevábamos un par de horas de marcha. Habíamos salido por el camino de Cantavieja, pero a menos de media legua, en un abrevadero, dimos de beber a los caballos y seguimos a través de los bancales. Hileras de mujeres agachadas, vestidas de negro bajo grandes sombreros de paja, segaban el trigo con corbellas y nos miraban sin enderezarse. Dejamos el campo abierto al entrar en un paso de ganado, una senda estrecha, señalada con muretes de piedra rubia, que nos internó serpenteando en un sotobosque de pinos y carrascales. Marchábamos entre dos barrancos que descendían a nuestros lados en suaves pendientes escalonadas de terreno claro, pedregoso, lleno de quejigos y coscojas, que sin embargo iban tupiéndose hasta llegar a los serbales de los arroyos, que nosotros veíamos de lejos.
Antes de descender por el paso del ganado atravesamos un umbral rocoso junto al que había un corral del que ya sólo quedaban algunas plumas.
–¿Puedes ocuparte un rato del chico? –pregunté a Miguel, el hijo del señor Pitarch–. Quiero tomar unos apuntes. Desde aquí ya se ve la masía del Rallo. ¿Cuánto tiempo piensas que se detendrá la marcha?
–Vamos muy lentos. La gente no tiene prisa en llegar. Es posible que paremos una hora o más.
–Bien. Llegaré a tiempo. Quédate también con la yegua. No quiero que me vean llegar luego a caballo. Prefiero pasear.
Luego, levantando un dedo, me dirigí al muchacho.
–Juan: ni se te ocurra separarte de Miguel ni de la yegua, ¿me has entendido?
–Sí señor.
–Mira que se lo digo a Tiburcio –le dije, sonriendo, como un broma.
–Sí señor –dijo el muchacho, y me devolvió la sonrisa.
La presencia de Miguel nos daba seguridad a los dos. A mí porque Miguel era, además del hombre más dispuesto que encontraré en mi vida, un guía perfecto, que sabía leer el terreno como los adivinos leen las líneas de la mano, que sabía distinguir al carbonero del herrerillo y a la paloma del zorzal, que sabía los nombres de las cosas, y hablaba de ellas con el acento dulce de la zona como habla el niño cuando enseña su cuarto de los juguetes.
Para el muchacho, Miguel era el hermano mayor que te enseña a cruzar el río, el hombre que sería él dentro de unos años, un héroe posible cuyos esfuerzos por proteger aquella tierra lo emocionaban igual que a otros emocionan las banderas y los cornetines.
Saqué de las alforjas un cartapacio con papel y me metí unas barras de carbón en el bolsillo. Igual que me había sucedido en la ermita, me sentía eufórico, clarividente. Aquellos barrancos austeros conservaban la blandura del Mediterráneo, tal y como nos imaginamos los paisajes de las Sagradas Escrituras, con sufridos matojos y alguna que otra cabra. Me di cuenta de que la grandiosidad no procedía del tamaño de las cosas, de árboles vetustos y gigantescos, de acantilados vertiginosos o montañas imponentes: aquí las lomas era blandas y los árboles pequeños, las aliagas y las chaparras daban paso a los majuelos y las endrinas, y estos a las campanillas y a las violetas. En los matojos que almohadillaban las piedras encontraba florecillas diminutas, de una estructura simple, delicada, y me pinchaban los enebros y observaba las ramas retorcidas de las sabinas, y todo era simple y sufrido, armónico y perfecto.
Fue la primera vez en mi vida de pintor que no había identificado la belleza de un paisaje con su feracidad. En los paredones de cal y en la tierra blanquecina y seca había más vetas de colores ferruginosos, más tonos de gris y más variaciones del verde pálido de las que entonces recordaba en mis paseos por el bosque de Sherwood. Este era un paisaje de una simplicidad infinita: su transparencia escondía un universo de formas y tonalidades que yo sentí entonces el impulso de pintar.
A veces pienso en cuántos errores cometí en aquellos días. Quizá este rapto de amor desmelenado fue uno de ellos. Pero no sé si la fatalidad es un error, y mi alma necesitaba beber a solas, sentado en una piedra, estremecido con los rayos del sol y el aroma de los tomillos, aquella deslumbrante inmensidad.
Cuando, después de un buen rato, volví la mirada a la masía del Rallo, la división entera no se distinguía bien a lo lejos de un rebaño cualquiera. En torno a unos tejadillos se arremolinaban puntos rojos y destacaba tras la intensa cortina de luz la silueta de los caballos. Vi una nube de polvo, y segundos después llegó hasta donde yo estaba el eco de algún disparo. Vi fogonazos de fusil que iluminaban los huecos en las paredes de la masía. Vi desparramarse puntos rojos hacia todas partes, como un ganado en estampida. Los ecos llegaban más bruscos y a los fogonazos seguían columnas de humo gris y pequeñas volutas de humo negro cuando el polvo se disipaba. Fueron seis, siete cañonazos que rompieron la luz del mediodía como truenos lejanos.
Mi primer pensamiento fue para el muchacho, y empecé a correr.