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martes, agosto 30, 2005

III. Una gota de aceite


Lewis Gruneisen no tenía tiempo que perder, pero tampoco le angustiaba desaprovecharlo. Iba por el mundo con aquella zancada firme, rápida y sin miramienos de quienes no dudan desde que toman una decisión hasta que la ejecutan, pase el tiempo que pase. No me dejó ni despedirme de mis tías. Tan sólo me concedió tiempo para recoger mi maletín de pintor y una maleta con alguna muda. A mis tías les dejé una carta manuscrita encima de la chimenea en la que encargaba a tía Holly que me hiciese el favor de despedirme de Florence, por si acaso.
Alquilamos un par de caballos hasta Dover, antes de que al amanecer zarpara el primer barco hacia Calais. La travesía era muy corta, pero a mí me dio la impresión de que nos íbamos al otro mundo. En Calais, en vez de andar detrás de las desesperantes diligencias, Lewis compró una berlina cubierta y dos caballos percherones. “Son lentos pero a la larga rinden más”, sentenció mi compañero.
Durante el viaje, y con un mapa en la mano, me contó sus planes.
–La Expedición Real partió de Estella, al sur de Navarra. Cuando entró en el reino de Aragón, aquí, en Castiliscar, tengo entendido que llevaba unos veinte mil hombres. Hermosa columna, Charles. Ahora está cruzando Aragón por el norte, por Barbastro, antes de internarse en Cataluña. Si mis cálculos son exactos, nos encontraremos con ellos en Benabarre. Pero antes debemos pasar por Irún. Allí nos darán salvoconductos.
En Irún vendimos los percherones y cambiamos de vehículo. Si queríamos burlar a la policía cristina no podíamos ir con semejante cabalgadura. En la frontera nos atendió el comisario don García, un hombre muy amable que nos dio todo tipo de facilidades. Esa misma tarde ya nos había enviado un pasaporte para el Cuartel Real y buscado comprero para los percherones.
Aunque el asedio de Bilbao ya había terminado, casi todas las tropas que no habían emprendido la Expedición seguían concentradas allí, y en Irún sólo quedaba una pequeña guarnición a todas luces insuficiente, pero, según pudimos comprobar, de un entusiasmo desbordante. Por casualidad asistimos al relevo de guardia de un puesto que observaba, día y noche, una pequeña fortaleza que los cristinos mantenían en la parte española del puente de Beovia. Nunca he visto a nadie ir a la guerra tan contento.
En España es muy difícil encontrar carruaje, y los caballos y las mulas de alquiler están por las nubes. Al final encontramos un par de artolas, según las llaman allí, y que en Biarritz llaman cacolets. Se trata de dos sillitas de madera unidas por un armazón, a manera de serones para sentarse o para llevar el equipaje como contrapeso. A Lewis le pareció interesante la idea, porque de ese modo podría leer durante el viaje.
La extraordinaria facundia de Lewis no guardaba la debida correspondencia con sus habilidades prácticas. El viaje fue horroroso, por más que se empeñaba en descifrar los mapas, y cuando llegamos a Benabarre yo llevaba el trasero en carne viva y hacía ya varios días que se había marchado la Expedición. Allí, en fin, abandonamos las artolas y seguimos cabalgando como las personas normales.
Pero nada más entrar en Cataluña nos enteramos de que la Expedición allí no había sido bien recibida. Un pastor nos dijo que no habían encontrado ni raciones con las que aprovisionarse ni voluntarios que quisieran incorporarse a la Santa Causa. “Demasiados curas”, dijo el pastor. En Morella nos confirmaron que la ruta prevista, la que el propio estado mayor había enviado al Morning Post, había sido desestimada por falta de aceptación, y lo único verosímil era que don Carlos hubiese decidido entrar de nuevo en tierras aragonesas.
Lewis volvió a hacer sus cálculos erróneos y nos presentamos en Manzanera, al este de Teruel, en el linde con el reino de Valencia. Al entrar al pueblo preguntamos a unas viejas, y con aspavientos y señales de la cruz nos dieron a entender que don Carlos y todos sus curas ya se habían ido.
Yo estaba reventado, ya no podía más, así que pedí a Lewis que hiciésemos un alto.
–Estas demoras, querido Charles, luego se pagan caras.
Acordamos descansar unas horas, hasta que se refrescasen los caballos. Bajamos al río para darles de beber, y allí, entre los álamos y los nogales, encontramos varios carros a la puerta de un ventorro. Dentro, en un rincón, un anciano apoyaba sus huesos sobre un garrote, y dos gruesos arrieros con patillas hasta la boca y un pañuelo en la cabeza estaban esperando a que les diesen de comer.
Lewis se presentó muy educadamente a los arrieros, pero ellos no le contestaron.
–¿De veras crees que son arrieros? –le pregunté a Lewis.
–Sería lo más recomendable –dijo, mientras nos sentábamos en unos taburetes junto a un banco de madera. Yo me sentía desfallecer, pero un terrible ardor de estómago me hacía temer cualquier comida.
Una mujer muy atractiva, de rasgos fuertes, morena de rostro y con los ojos grandes y almendrados de las sibilas, salió de una cortina y llevó hasta los arrieros dos peroles humeantes.
–Te doy una perra por cada gotica de aceite que me eches, chatica –dijo uno de los arrieros, de rostro juanetudo.
La mujer se metió por la cortina y salió con una alcuza, la elevó por encima de la cabeza del arriero y dejo caer una minúscula gota de aceite, apenas el reflejo entre las sombras de un diamante diminuto.
El arriero se lo tomó muy mal.
–¡Pero chica!, ¡pero tú que te has creído!
–No hay más aceite. Se lo han llevado por la gloria de Dios –dijo la mujer, volviéndose hacia la cortina.
El hombre se engalló, se irguió sobre la silla y agarró a la mujer por la muñeca. A mí me entró el miedo que no había sentido en todo el viaje, esperaba que de un momento a otro aquellos energúmenos sin afeitar desplegasen sus navajas cabriteras. Las malas condiciones en que me encontraba hicieron el resto, y me dispuse a salir unos momentos del ventorro. Charles me agarró a su vez la muñeca cuando vio que me incorporaba, pero sin evitar que rechinasen en las losas del suelo las patas de mi taburete. Sonó como si le hubiera dado una patada a la mesa para levantarme. El arriero me miró, y yo a él, con la descomposición escrita en la mirada, que a él debió de parecerle peligrosa porque cambió el tono de inmediato. Soltó a la mujer y volvió a sentarse.
–¡Todas dicen lo mismo! –dijo, o eso creí entender.
La mujer se acercó hasta nuestra mesa.
–Sólo tengo caldo de corvejón y unas tiras de tocino rancio.
–¡Excelente! –dijo Lewis.
Yo salí a la puerta, no podía más. Un muchacho estaba dando de comer a los caballos. Era el hijo inequívoco de la posadera, sus mismos ojos claros, grandes y rasgados, y el mismo pelo azafranado que debajo de la pañoleta debía de esconder su madre. Me acerqué sujetándome las tripas a unos matorrales que había junto al río. Cuando regresé, la madre estaba quitándole al muchacho los celemines de las manos y mandándolo a empujones meterse en casa. Estaba muy acalorada.
Lewis departía con los carromateros animadamente. No sólo le estaban pormenorizando la ruta de la Expedición, sino que se ofrecían a acompañarnos y a llevar nuestros bagajes en sus carromatos. Lewis lo agradecía todo con francas carcajadas, y cuando yo me senté se volvió hacia el plato. Sin perder la sonrisa me dijo:
–Estos pollos quieren que los protejamos. Tú como si no los entendieses.
De modo que continuamos hablando en nuestra lengua. Yo le conté la escena de la ventera y del muchacho.
–Es normal –dijo Lewis–. El general Cabrera ha establecido en esta comarca que desde los diecisiete a los cuarenta todos los varones deben incorporarse al ejército carlista so pena de muerte. Me lo estaban contando estos señores. La Expedición avanza en una larga columna, pero está rodeada por todos sus flancos de partidas descontroladas. Estos tipos podrían ser muy bien desertores de alguna de esas partidas que se hacen pasar por carreteros. ¿Te has fijado en qué clase de mercancía transportan?
–No.
Yo miraba comer a Lewis, y cuando no podía soportarlo desviaba la vista a la mujer, que había vuelto a entrar en el ventorro. Lewis siguió con su razonamiento.
–Pero es falso que se los lleven a la fuerza. Te apuesto lo que quieras a que ese muchacho no se ha unido a la Causa no porque él no haya querido, sino porque su madre no lo ha consentido.
–Una amenaza de muerte suele ser un buen argumento –comenté yo, entre retortijones y sudores fríos.
–De acuerdo, Charles. ¿Qué te apuestas a que convenzo a ese muchacho para que se escape de las faldas de su madre y se una a la columna real?
–Una cama, por el amor de Dios.
–De acuerdo, una cama –dijo, y salió de la posada.
La mujer se acercó entonces hasta mí.
–¿Adónde va? –me preguntó, muy desenvuelta, incluso desafiante.
–A estirar un poco las piernas antes de continuar camino –contesté yo, con la frente apoyada en una mano. Estaba envuelto en agua, de fiebre y de calor.
La mujer se plantó frente a mí, mirándome de arriba abajo, y tapando con sus faldas la visión de los arrieros. Entonces vi que sacaba del mandil dos huevos duros y un chorizo y los dejaba caer en el perol ya vacío de Lewis. Yo me los metí en la levita con disimulo y salí en busca de mi compañero.
Lewis estaba en la parte de atrás de la casa, junto a una empalizada de estacas, hablando con el muchacho entre las ancas de nuestros caballos.
–¡Lewis! –lo llamé, e hice un gesto con la mano para que se diese prisa.
Lewis se acercó.
–¿Ocurre algo?
–Yo pagaré la apuesta –dije–, pero deja en paz al muchacho.
–¡Vaya, vaya, Charles!, ¡no tienes ni cuerpo ni alma para una guerra!
Fue la primera vez que sentí un contacto más cercano con la gente de allí. La bondad inevitable del muchacho y la dulce aspereza del paisaje me parecieron semejantes, y desde mi punto de vista era eso lo que debería retratar, no soldados en campaña sino personas que se comportan como la naturaleza, temen como las lagartijas o protegen a sus crías como las lobas. Todo el escepticismo que me había acompañado durante el viaje se transformaba entonces en romántico entusiasmo. Lewis insistía:
–Te equivocas, Charles. Estas pobres gentes lo son no porque haya pasado por aquí el ejército del rey, sino porque llevan siglos de desidia. Esos liberales a los que pagan religiosamente su contribución no los han sacado de la miseria. Pero en el carlismo hay una oportunidad de justicia y toda la indulgencia de la religión.
Las palabras de Lewis no me hacían demasiada mella. En el camino de Albentosa, entre lomas secas y sabinas retorcidas, sólo se escuchaban las cigarras y el sol ardía en los contornos de los rastrojos. Pero Lewis no tenía tiempo que perder. Ni siquiera me consintió tomar apuntes de un paisaje que no me parecía todo lo duro que hasta entonces me había sugerido aquella estepa calcinada. En el polvo blanco del camino y en los hierbajos que crecían por las piedras yo veía más delicadeza de la que me hubieran podido inspirar mis deplorables condiciones físicas y aquel achicharrante sol de julio.

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