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lunes, agosto 29, 2005

XI. Los asnos europeos

En mitad de aquel infierno había un burro que triscaba en los hierbajos. Miguel se acercó a él cuando le dije que nos marchásemos, como si un obediente lacayo se hubiese aplicado al arreo de las cabalgaduras.
–¿Pero no me has dicho que Cantavieja sólo está a un par de horas de camino, Miguel?, ¿para qué quieres un burro?
Miguel buscaba en los caballos muertos alguna collera que le viniese bien al jumento. Se giró hacia mí con esa nueva cara de estupefacción, como si acabase de venir al mundo, que casi me había hecho ya olvidar su sonrisota natural.
–Uy..., Villarluengo. ¡Villarluengo está lejismos...! –dijo.
–Ya hablaremos de Villarluengo, Miguel. Pero si no nos vamos ahora mismo no vamos a llegar ni a Cantavieja ni a Villarluengo ni a ninguna parte.
Encontró una mula enjaezada con guilindujes, unos arreos con abalorios colgantes y trenzas de pita como los que llevan los chamarileros.
–¡Mira qué maja es ésta!
–¡Miguel, por lo que más quieras, vámonos de una vez!
Miguel se entretuvo en desanudar las albardas y el bocado y toda la guarnicionería de la bestia muerta, y yo, por más que le amenazaba con irme, al final no pude sino ayudarlo y decirle que se diese un poco más de prisa.
El burro era un garañón negro, con los pechos, las bragas y el hocico blanco, la cabeza alargada, los belfos colgantes y las orejas enormes y muy pitas, como son los burros catalanes, los asnos europeos, que recuerdan más a las mulas que al clásico rucio andaluz. Cuando Miguel le acabó de colgar aquel aparatoso paramento, el animal parecía una de esas mulillas que arrastran a los toros muertos en las corridas.
Miguel cruzó en los aparejos unos enormes serones de esparto, pero lo que me sacó de mis cabales fue lo que hizo luego. Fui enérgico, pero no lo suficiente, aunque pienso que la voluntad de Miguel era entonces una máquina de hierro que no se detenía con palabras. Cogió al burro del ronzal, lo condujo con chasquidos de la lengua y lo colocó alineado con el cañón.
–¿Pero se puede saber qué estás haciendo? ¿Adónde vamos con un cañón?
Miguel me miró como si lamentase mi escaso sentido común.
–Es para cuando te ataquen –dijo, y procedió a llenar el serón de balas.
–¡Ja! –dije yo, mirando una y otra vez a las faldas de Tarayuela, por si venía otra andanada–. Basta ya, Miguel, no puedo pasar por esto. Lo creas o no, tú no estás bien de la cabeza, y ciertas decisiones voy a tomarlas yo. Podría largarme yo solo, el camino está marcado con peirones, no tiene pérdida. Pero no puedo dejarte aquí solo.
–Por eso no te preocupes –dijo él–. Aquí hay mucha gente. Mira, ¿ves ese de ahí? Ese es de mi pueblo. Se llama Paquico.
Paquico miraba al cielo con un tiro en la frente.
Era un cañón de hierro del 12 corto con cureña inglesa de batalla. Yo los había visto en el polvorín que instalaron en los corrales de la iglesia. Eran algunas piezas procedentes del material de guerra que Lord Palmerston había enviado al gobierno de Madrid, según me asesoró Lewis Gruneisen, una partida que incluía trescientos mil fusiles y seis millones de cartuchos, cien cañones de hierro y muchas piezas de calibre grueso, aparte de abundantísima munición de artillería. En Barbastro los carlistas, que se habían dejado en Navarra su artillería, capturaron a las tropas de Oraa algunas de aquellas piezas que luego exhibían en la Expedición Real como si fueran, más que una demostración de fuerza, un botín de guerra.
Miguel enganchó la argolla de la cureña a un travesaño del arreo y el burro hizo la maniobra entre los chasquidos con la lengua y las voces de mi compañero, y comenzó a caminar ladera arriba, por el camino de Cantavieja. Yo temblaba con la posibilidad de que nos hubiesen visto, de que nos estuviesen viendo en esos momentos con el catalejo desde aquellas lomas, no sólo huyendo con aquella galbana del campo de batalla sino arrastrando una de las piezas que les habíamos arrebatado. Temía que cuando el cañón fuese visible se desatara sobre nosotros una lluvia de proyectiles, una chaparrón de bombas y granadas, pero no fue así. Deben de haberse retirado ya, pensé, deben de pensar que ya nos han matado a todos.
Cuando se acabó la cuesta nos paramos un momento a respirar. Se detuvo el ruido de las ruedas del cañón sobre las piedras, y el paisaje volvió a ser como el lecho de un lago vacío, con vallezuelos y relieves poco pronunciados. Era inverosímil la existencia de la guerra en aquellos campos tranquilos.
–De modo que a Villarluengo –le dije a Miguel.
–Sí –dijo él, de pie, con los brazos caídos y la cabeza levantada, como si estuviera buscando algún olor en las corrientes de la brisa.
–¿Y qué parientes ha ido a buscar?
–A su padre.
–¿A su padre? ¿El chico tiene padre?
–Él piensa que sí –dijo Miguel.
–¿Se alió con los carlistas?
–Sí, pero lo mataron en Barbastro. Eso el chico no lo sabe.
–¿Y tú cómo lo sabes? –le pregunté, consciente de que había vuelto a entrar en su fantasía, aunque casi me desconcertó más que no fuese así.
–Su padre era de Mosqueruela. Se llamaba Martín. Era el herrero, pero también tenía muchos pinos cerca de la ermita de la Estrella. Yo se los compraba para el aserradero. Alguna vez nos veíamos también en las ferias, o cuando iba herrando por estos pueblos. Yo me alisté cuando la tropa salió de Morella, pero él se había ido antes, cuando entraron por Huesca.
–¿Quieres decir que le has mandado a Villarluengo a buscar a alguien que se ha muerto? Miguel, ¿no te das cuenta de que estas montañas están infestadas de partidas en desbandada?, ¿no has visto a los liberales, cómo han aparecido de pronto?
–No eran liberales –dijo Miguel.
–¿Cómo dices?
–Llegando al Rallo empezaron a pleitear en serio. Los de Cabrera y los lanceros dijeron que ellos se iban a Cantavieja, decían que allí hay muchos víveres que trajo Llangostera para cuando pasase el rey, y sin atender órdenes ni nada se largaron. Entonces el general Tiburcio mandó disparar contra ellos, y nada más empezar los tiros en la masía empezaron también a caer las bombas desde Tarayuela.
–Quieres decir que estaban cubriéndoles la salida.
–Yo creo que sí –dijo Miguel, con un desapasionado gesto de resignación.
–Confiemos en que eso sea discutible –dije yo–, ¿pero por qué a Villarluengo?
–El padre del chico tenía un hermano en Villarluengo, Cristóbal, el cantero, yo lo conocía mucho. En las fiestas de Mirambel era el que le retuerce los cojones al toro para que diga amén en la ermita. Alto él, fuerte. Y con él vivía su madre.
–La abuela del muchacho.
–Claro, ¿con quién va a estar mejor un chico que con su abuela?
–Con su madre, por ejemplo –dije yo.
–La madre ya tiene bastante faena en Manzanera.
–¿También la conoces?
–No –dijo Miguel, en un tono más serio, y luego dijo:– me habló de ella Martín.
–¿Hace mucho tiempo de eso?
–No, hace un rato –dijo Miguel, ensombreciendo la mirada.
–En fin, olvídalo –dije, y traté de volverlo a la realidad:– ¿Cómo le ponemos al burro? Es lo menos que podemos hacer, ¿no te parece?
–Yo tenía un burro que se llamaba Lucio –dijo Miguel.
–¿También lo requisaron los carlistas?
–No –dijo él–, mi padre lo sigue guardando en casa.
La expresión de su mirada se había despeñado ya del todo por la melancolía, de modo que corté la conversación.
–Vámonos de aquí, Miguel –dije, y decidí callar.
Miguel no desplegó la boca en todo el camino hasta Cantavieja. Caminaba concentrado en los ribazos del camino, y a veces se paraba para oler el aire.
Avistamos Cantavieja cuando más duro pegaba el sol. Me impresionó aquel pueblo construido encima de una muela que se adentraba en el gran valle como un enorme saliente rocoso se adentra en el mar, entre montes dormidos y cerros escarpados. La abrazaban muros de mampostería que seguían la silueta de la roca y allanaban nuevas terrazas. El barranco al que estaba asomado el pueblo era un cortado de piedra clara con chorriones pardos, a cuyo pie las lomas empinadas descendían sinuosas en terrazas como curvas de nivel hasta el fondo del valle.
Tomé unos bosquejos del pueblo antes de descender hacia esa especie de istmo que lo comunicaba con la cresta llana por donde habíamos venido. A la altura de los aljibes nos salió el retén de guardia, dos voluntarios mal vestidos que solo tenían en común la boina roja y los fusiles con los que nos apuntaron:
–¿De dónde vienen ustedes?
–De la masía del Rallo, como todos los que acaban de pasar.
El soldado de guardia se contoneó con pasos anchos hasta el burro, que con toda la parafernalia de los jaeces y los serones tapaba el cañón que llevábamos detrás.
–¿Y esto? –dijo, cuando lo vio.
–Esto es un cañón que se han dejado en el Rallo y venimos a devolvérselo –dije yo, de mala uva, y tuve suerte porque el guardia resultó ser un guía de Navarra con acento valenciano, según me confirmó Miguel, que lo conocía de vista.
Nos escoltaron hasta el pueblo, y calle arriba hasta una plaza muy hermosa, de la misma piedra rubia que los muros y las casas. Era rectangular, con ojivas en los soportales de ambos lados y arcos de medio punto, algo mayores, en la fachada posterior, la más alta y solemne, con dos ventanas góticas muy estilizadas.
El guía navarro valenciano se quedó a la entrada de la plaza, custodiando a Lucio. Miguel se quedó fuera, y yo pasé con el otro guardia por una puerta que se abría al fondo del porche derecho, cubierta con rejas, como si fuesen los calabozos. Antes de ir con él, me acerqué a Miguel:
–Miguel –dije–, espérame aquí afuera. Y no hables con nadie, por favor, ni les digas lo que te ha pasado.
–Bueno –dijo Miguel, encongiéndose de hombros.
Pasamos a una zaguán entre voluntarios de uniforme casero. El guardia me hizo esperar, dio un recado a otro sujeto con boina roja que subió por la escalera y e instantes después volvió a bajar y me dijo que lo acompañase. Subimos por la escalera y atravesamos un largo pasillo de tablas, al final del que se abría una pequeña puerta de doble hoja pintada de marrón.
El de la boina me cedió el paso y entré a una especie de despacho en penumbra. Junto a la ventana, recortándose un poco detrás de la luz, había un individuo con la levita de color verde oscuro desabrochada, pantalón blanco y pantuflas amarillas, una boina blanca en la cabeza y un látigo en la mano.
–Buenas tardes –dijo–. Soy el general Cabrera.

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