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lunes, agosto 29, 2005

IX. Luchas intestinas


Al amanecer del 25 de julio de 1837, cuatro batallones de Guías de Navarra, dos escuadrones del Regimiento de Aragón y tres de caballería partieron de La Iglesuela del Cid por el camino de Fortanete. A mí me adjudicaron una yegua torda que conduje todo el tiempo desmontado, tirando del ronzal, para no perder de vista a mi protegido. En la madrugada fresca sonaban los cascos en las losas de la plaza de los Estudios, estallaban en el cielo limpio las órdenes de los oficiales y el chasquido de las bayonetas. Los lanceros de Navarra brillaban con los puños dorados de sus sables y con las banderolas amarillas y encarnadas que temblaban al trote de sus monturas. Sus chaquetas verdes con vivos carmesí, las largas esclavinas de sus capotes y las borlas blancas de sus boinas imponían más que la humilde casaquilla gris con ojales amarillos, el morral, la alpargata y la boina encarnada de los Guías de Navarra.
Esta boina tiene una historia curiosa. Al principio de la guerra carlista todas las boinas eran vascas, chapelas negras que no distinguían oficiales de soldados rasos. El general Zumalacárregui encargó en Francia unas boinas rojas para distribuirlas entre los oficiales, que pronto se negaron a llevarlas porque a los liberales les era fácil hacer diana con semejante punto rojo en la cabeza. Entonces Zumalacárregui mandó guardar las boinas en un caserío de Eulate.
Cuando Zumalacárregui venció en Alsasua, hizo prisioneros a muchos soldados liberales que se habían perdido en las montañas. Eran extremeños, valencianos, manchegos y andaluces a los que Zumalacárregui ofreció la vida si ellos estaban dispuestos a luchar bajo sus órdenes. Los prisioneros aceptaron, y el general mandó traer las boinas de Eulate para distinguirlos. Como ninguno de los oficiales vascos o navarros quería tomar el mando de estos maquetos, sus mandos fueron siempre jóvenes extranjeros que se sumaban a la causa y aceptaban las más peligrosas misiones. En vida de Zumalacárregui, pertenecer a este batallón de españoles mandado por extranjeros llegó a ser un motivo de orgullo, pero cuando murió el general tras este orgullo se asomó la envidia, y el batallón de Guías de Navarra dejó de asumir misiones especiales y se convirtió, por su condición maqueta, en el último mono de las tropas vasconavarras.
El hijo del señor Pitarch marchaba con nosotros. Él y otros mozos de la contornada se habían alistado en el ejército carlista para servir de verdaderos guías a la Expedición y llevarla por rutas menos tortuosas donde fuesen más difíciles las emboscadas. Estos mozos integraban también avanzadillas de rastreo que en realidad iban avisando a los masoveros de que pusiesen sus bienes a resguardo y escondiesen a sus hijos. Solían ofrecerse también a cambiar guardias nocturnas, como en la noche en que yo fui paseando hasta la ermita. Eran una resistencia desde dentro, un método arriesgado pero incruento de preservar aquellos pueblos de semejante plaga de langostas.
El muchacho venía conmigo. Yo lo entretuve contándole algunos lances de mi vida y él me habló de su madre. Procuraba que todo el mundo viese que Juan era mi criado, un soldadito a mi servicio, porque junto a los batallones y las bayonetas venía con nosotros una chusma bastante inquietante. No más de la mitad de los que habían sido desplazados a Fortanete llevaban el uniforme reglamentario. La mayoría eran aldeanos desharrapados, frailes andrajosos y milicianos con alpargatas.
Desde el primer momento sentí especial inquina por un fraile de hábito irregular que no nos quitaba ojo de encima y un bandido con sombrero que siempre iba junto a él. Era el fraile un viejo escuálido, sanguíneo, de nariz ganchuda y cejas encrespadas; el otro, un chulángano seboso, con cara de perro, llevaba una chaquetilla corta, como las que usan los aduaneros, unos pantalones de vaquero y unas polainas muy rústicas, apenas un pellejo de cordero atado con una beta. Usaba un sombrero de ala, como de picador de toros, arrugado y con grandes manchas de sudor.
Por un raro privilegio que me escamó desde el principio, los dos iban a caballo, y subían y bajaban por columna, reprendían a los soldados como si fuesen generales, trataban a los jóvenes a baqueta y repartían consignas y sermones entre la tropa.
Miguel, el hijo del señor Pitarch, se acercó a nosotros un par de veces para darme novedades e interesarse por el muchacho, pero esa vez lo hizo por la presencia de aquellos dos sujetos malencarados en nuestras inmediaciones.
–Cuidado con esos tipos –me dijo–. Son hombres de Cabrera. Se piensan que están en su propiedad particular.
–¿Cómo se llaman?
–El del hábito se hace llamar fray Aquilino. Y al otro lo llaman el Polaino.
–Cabrera no estaba en La Iglesuela –le dije.
–Por eso mandan a Fortanete a toda esta ralea –dijo él–, a ver si se los quitan de encima. ¿No viste anoche al fraile, en casa de mi padre?
–Pues no –dije, y me acordé de la silla vacía, pero le pregunté:– Y si juegan a los naipes con la plana mayor, ¿cómo es que ahora vienen con nosotros?
–Todos los mandos están conchabados para darles un poco de cuerda. El cura Echevarría convenció al fraile de que viniera con sus hombres y velara por la fe de la tropa. A cambio, ya ves, les permiten que se paseen a caballo con el pistolón metido en la faja. En secreto los mandos confían en que alguien los elimine, a ellos y a toda esa rehala de barbianes que llevamos detrás de nosotros.
El hijo del señor Pitarch me contó entonces la historia de la boina, motivo por el que a él no le resultaba difícil trabajar desde dentro del ejército carlista. Al final sonrió con un cinismo del que su rostro bondadoso no era muy capaz, y dijo:
–Mandan a Fortanete lo que no quiere nadie.
–Mis navarricos –dije yo, con retintín, porque así los llamaba don Carlos.
–¿Navarricos?
Miguel miró discretamente alrededor y bajó la voz:
–Aquí sólo son navarros los lanceros, y míralos por donde van, siempre separados de la tropa. Aunque vayan a caballo están en franca minoría. Llevan un rato discutiendo entre los mandos porque los lanceros dicen que ellos se van a Cantavieja. Vamos a parar ahí delante, en la masía del Rallo. Allí el camino se bifurca y tendrán que decidir.
–Eso es imposible –dije yo–. La orden de ir a Fortanete, por absurda que resulte, partió del propio don Carlos. Yo estaba delante. Además, Cantavieja está en la ruta, no querrán sangrar al pueblo antes de instalar allí el cuartel real, digo yo...
El hijo del señor Pitarch arqueó las cejas y entornó los ojos.
–Eso sólo significa que hay una partida que quiere separarse. Además de los lanceros había un oficial de Zaragoza que también es muy amigo de Cabrera.
Llevábamos un par de horas de marcha. Habíamos salido por el camino de Cantavieja, pero a menos de media legua, en un abrevadero, dimos de beber a los caballos y seguimos a través de los bancales. Hileras de mujeres agachadas, vestidas de negro bajo grandes sombreros de paja, segaban el trigo con corbellas y nos miraban sin enderezarse. Dejamos el campo abierto al entrar en un paso de ganado, una senda estrecha, señalada con muretes de piedra rubia, que nos internó serpenteando en un sotobosque de pinos y carrascales. Marchábamos entre dos barrancos que descendían a nuestros lados en suaves pendientes escalonadas de terreno claro, pedregoso, lleno de quejigos y coscojas, que sin embargo iban tupiéndose hasta llegar a los serbales de los arroyos, que nosotros veíamos de lejos.
Antes de descender por el paso del ganado atravesamos un umbral rocoso junto al que había un corral del que ya sólo quedaban algunas plumas.
–¿Puedes ocuparte un rato del chico? –pregunté a Miguel, el hijo del señor Pitarch–. Quiero tomar unos apuntes. Desde aquí ya se ve la masía del Rallo. ¿Cuánto tiempo piensas que se detendrá la marcha?
–Vamos muy lentos. La gente no tiene prisa en llegar. Es posible que paremos una hora o más.
–Bien. Llegaré a tiempo. Quédate también con la yegua. No quiero que me vean llegar luego a caballo. Prefiero pasear.
Luego, levantando un dedo, me dirigí al muchacho.
–Juan: ni se te ocurra separarte de Miguel ni de la yegua, ¿me has entendido?
–Sí señor.
–Mira que se lo digo a Tiburcio –le dije, sonriendo, como un broma.
–Sí señor –dijo el muchacho, y me devolvió la sonrisa.
La presencia de Miguel nos daba seguridad a los dos. A mí porque Miguel era, además del hombre más dispuesto que encontraré en mi vida, un guía perfecto, que sabía leer el terreno como los adivinos leen las líneas de la mano, que sabía distinguir al carbonero del herrerillo y a la paloma del zorzal, que sabía los nombres de las cosas, y hablaba de ellas con el acento dulce de la zona como habla el niño cuando enseña su cuarto de los juguetes.
Para el muchacho, Miguel era el hermano mayor que te enseña a cruzar el río, el hombre que sería él dentro de unos años, un héroe posible cuyos esfuerzos por proteger aquella tierra lo emocionaban igual que a otros emocionan las banderas y los cornetines.
Saqué de las alforjas un cartapacio con papel y me metí unas barras de carbón en el bolsillo. Igual que me había sucedido en la ermita, me sentía eufórico, clarividente. Aquellos barrancos austeros conservaban la blandura del Mediterráneo, tal y como nos imaginamos los paisajes de las Sagradas Escrituras, con sufridos matojos y alguna que otra cabra. Me di cuenta de que la grandiosidad no procedía del tamaño de las cosas, de árboles vetustos y gigantescos, de acantilados vertiginosos o montañas imponentes: aquí las lomas era blandas y los árboles pequeños, las aliagas y las chaparras daban paso a los majuelos y las endrinas, y estos a las campanillas y a las violetas. En los matojos que almohadillaban las piedras encontraba florecillas diminutas, de una estructura simple, delicada, y me pinchaban los enebros y observaba las ramas retorcidas de las sabinas, y todo era simple y sufrido, armónico y perfecto.
Fue la primera vez en mi vida de pintor que no había identificado la belleza de un paisaje con su feracidad. En los paredones de cal y en la tierra blanquecina y seca había más vetas de colores ferruginosos, más tonos de gris y más variaciones del verde pálido de las que entonces recordaba en mis paseos por el bosque de Sherwood. Este era un paisaje de una simplicidad infinita: su transparencia escondía un universo de formas y tonalidades que yo sentí entonces el impulso de pintar.
A veces pienso en cuántos errores cometí en aquellos días. Quizá este rapto de amor desmelenado fue uno de ellos. Pero no sé si la fatalidad es un error, y mi alma necesitaba beber a solas, sentado en una piedra, estremecido con los rayos del sol y el aroma de los tomillos, aquella deslumbrante inmensidad.
Cuando, después de un buen rato, volví la mirada a la masía del Rallo, la división entera no se distinguía bien a lo lejos de un rebaño cualquiera. En torno a unos tejadillos se arremolinaban puntos rojos y destacaba tras la intensa cortina de luz la silueta de los caballos. Vi una nube de polvo, y segundos después llegó hasta donde yo estaba el eco de algún disparo. Vi fogonazos de fusil que iluminaban los huecos en las paredes de la masía. Vi desparramarse puntos rojos hacia todas partes, como un ganado en estampida. Los ecos llegaban más bruscos y a los fogonazos seguían columnas de humo gris y pequeñas volutas de humo negro cuando el polvo se disipaba. Fueron seis, siete cañonazos que rompieron la luz del mediodía como truenos lejanos.
Mi primer pensamiento fue para el muchacho, y empecé a correr.

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