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lunes, agosto 29, 2005

IV. La serpiente jaspeada

“La Expedición Real avanza por entre las lomas, como un torrente irisado, como una gran serpiente de colores cuyas escamas brillan al sol con los reflejos de los sables, de las bayonetas y de los botones de oro y plata de las boinas carlistas. El mariscal de campo Pablo Sanz, rodeado de lanceros y atabales, abre el cortejo con tres batallones de Guías de Navarra. Las boinas azules de los infantes marchan entre las boinas rojas de los oficiales. Tras ellos, la Guardia Real de Su Majestad ondea las banderas como los héroes griegos ondeaban los penachos de los cascos, con la bizarra determinación de la victoria. Varios altos oficiales tachonados de fulgentes charreteras arropan el caballo de Su Majestad, que cabalga entre los pendones, y de quien nunca se separa su perro Montes, el enorme mastín que acompaña las sagradas huellas don Carlos María Isidro cuando, como suele ser tan frecuente, pasea los caminos aldeanos, las altas torres y las humildes chozas, en su camino irreversible hacia Madrid.
“Secunda esta vistosa cabecera, junto a una banda de música que interpreta marchas militares, el séquito de obispos y de cortesanos, la servidumbre de palacio, un nutrido contingente de funcionarios y algunos carruajes para las altas magistraturas, algunas muy delicadas. Este imprescindible cuerpo gris de un Rey que lo es de todos ocupa casi todos los bagajes con sus largas hileras de mulas, entorpece la marcha y paraliza los movimientos, pero es el cuerpo de la nación y la mirada de su gloria, su pompa regia, su comunión devota, así como la sangre humilde que riega estos campos maltratados, estas duras tierras abandonadas por el gobierno liberal para otra misión que no sea cargarlas de impuestos abusivos, y todos tienen que estar.
“El grueso de las tropas de infantería, con sus capotes grises, su pantalones rojos y sus polainas negras, lo colman, a continuación de la muchedumbre, tres batallones de Granaderos de Álava, dos de Aragón, los cuatro de Granaderos de Castilla y un Regimiento de Argelinos que se tocan con turbante. Cierran la marcha las boinas blancas de las tropas de caballería, sus crines cabeceantes, su trémolo paso, erizado por las lanzas, que apenas da vuelo a los capotes verdes, grises o rojos, y envuelve el aire con el contrapunto de los cascos sobre los guijarros, los relinchos y los gritos de los oficiales, que estallan en el aire como los disparos del fusil, lo hienden como el filo de sus bayonetas, y marcan el ritmo de un escuadrón de tambores y bombos que cierra la comitiva.”
Así describió Lewis Gruneisen la expedición en uno de los artículos que envió a Londres, y que continúa con todo el entusiasmo panfletario que cabría imaginar. Debe de tratarse de las notas que tomó en La Iglesuela del Cid, adonde llegamos horas antes de que lo hiciese don Carlos y su tropa de curas viejos y lacayos con uniforme de gala.
Lewis se había empeñado en llegar antes que el rey a La Iglesuela. En Sarrión decidió que seguir por Rubielos y Linares de Mora, teniendo en cuenta que las tropas debían estar llegando a Mosqueruela, era exponernos no sólo a la fatiga sino a las partidas que asolaban la comarca desde la retaguardia, de modo que decidimos seguir camino a Teruel y desde allí tomar una ruta relativamente más tranquila. En Teruel, un cochero diestro, veloz como pocos he visto en Inglaterra, un hombre menudo y callado que se llamaba Soligó, nos condujo en una sola jornada hasta La Iglesuela. Por medio de este mismo cochero encontramos acomodo en casa de un amigo suyo, llamado Pitarch, hombre bueno que no dudó en ofrecernos cama y comida.
–Que ustedes, por lo menos, saben agradecer la comida, y no se sabe quién vendrá –dijo el hombre, acodado en la mesa, con las manos juntas, meneando la cabeza.
El hombre, como todos en la comarca, esperaba con inquietud la entrada en el pueblo de la Expedición. Llegaban noticias contradictorias. Unos, a escondidas, clamaban contra la plaga que se avecinaba, y otros, a voz en grito, tranquilizaban a sus vecinos diciendo que el aprovisionamiento no era cosa de ellos, al menos no sólo de ellos. Para eso estaban las partidas de Tena, Llangostera y Cabañero, decían. Para eso estaba Cabrera. El hombre nos expresó su preocupación mientras devorábamos unas morcillas de arroz que por un momento me hicieron recordar los haggis que se sirvieron en casa de Florence, mi prometida, el día de nuestro fallido compromiso.
Nos alojaron en unos cuartos frescos, con losas de flores y camas de matrimonio, jofainas, espejos, aguamaniles y colchones vareados. Aquella noche fui feliz, dormí como un lirón y se me pasaron los males. Me despertaron los gallos al amanecer. Me sentía como nuevo, optimista y con buen apetito. Bajé frotándome las manos a la cocina, y allí estaba Lewis, consultando mapas, redactando crónicas, inventando soflamas.
–¡Tienes una hora para visitar el pueblo antes de que salgamos de excursión!
Yo desayuné la leche, los huevos y las rebanadas de hogaza que nos había preparado el señor Pitarch. Decliné con mis mejores modos su encarecido ofrecimiento de longanizas y tajadas. Ahora lo lamento, pero entonces no quise excederme.
–Sí –le contesté, con un palillo en la boca–, creo que voy a dar un paseíto.
–Tú da un paseíto pero dentro de una hora quiero un par de vistas del pueblo –dijo Lewis–. Las enviaré con mi primer reportaje.
Se me había olvidado que nos unía una misión de trabajo, y supe en aquel momento que yo estaba a sus órdenes, que en el caso de Lewis eran siempre retos. Nunca mandaba algo como manda un superior a su subordinado. Siempre, en su sonrisa de mentón rocoso, quedaba colgando una apuesta: “A que no eres capaz de dibujar dos buenos paisajes en menos de una hora”, venía a significar.
Y yo, que estaba recién comido, cogí aquel guante sin pedir explicaciones. Pero al igual que me pasó en el ventorro de Manzanera, siempre me quedaba el resquemor de que mientras yo recibía sus encargos él se dedicaba a sus intrigas, la parte que entonces más propia me parecía de mi condición romántica y la mejor decoración posible para un entusiasmo tan impetuoso.
Salí a la calle. La tenue neblina del amanecer había humedecido los sillares de las casas, los arcos ojivales de los zaguanes y los escudos labrados en sus claves. Las fachadas de las casas disolvían cualquier delirio de grandeza con macetas de geranios en los ventanucos y zócalos de añil en las tapias enjalbegadas.
Al final de la calle, a mano derecha, encontré una plazuela con dos sobrios palacios enfrentados que alternaban la piedra sillar y la mampostería. En aquella parte del Mestrazgo la piedra es de un color que va variando según la hora del día entre el cobre frío del amanecer, el amarillo cáñamo cuando el sol está en lo alto y un anaranjado de venas ferruginosas cuando el sol traspone la ermita del Cid. Me impresionaron sus aleros de madera grabada por signos inquietantes, con el clásico mono burlón en la esquina. Era el aroma de las rancias casas de las aldeas, contagiadas de la sencillez agrícola, ahogada cualquier estridencia entre la dulce luz y el aire puro.
Entonces a mí lo único que me preocupaba era la gama de la arcilla en el campanario de la iglesia, una torre sin aristas, como un barroco purificado por la sencillez arábiga de los ladrillos. Detrás de uno de aquellos sobrios palacios había un delicioso mirador. El pueblo entero se asomaba a las orillas de una rambla bastante profunda cuyo lecho estaba inundado por los huertos. Deslindados con tapiales de piedra rubia, las piezas tapizaban la rambla en distintos tonos de verde que abstraídos del paisaje, en la pura abstracción de sus matices, y en la trabajosa caligrafía de los tapiales, emocionaban más que cualquiera de las vistas que, pensaba yo entonces, Lewis Gruneisen hubiera esperado de mí.
En la rambla todavía no se había terminado de disipar la neblina, y por el camino que cruzaba los huertos vi a varios pastores que conducían un hato de vacas. Los lomos tintos de los bueyes, la lenta máquina de sus ancones, subían hasta las casas de la otra ladera de la rambla, al barrio de la Costera, construido con retajos de sillar de los palacios, con cantos y rebabas de la piedra conseguida sin más ciencia que una mano.
Mi alma de pintor me llevaba hasta los huertos y las casas, pero mi cerebro de corresponsal me dirigió, al final de una calle estrecha, a la puerta del palacio donde, según me había dicho Lewis, don Carlos se iba a alojar. Me senté en un lavadero que había enfrente de la iglesia. Desde allí, sobre la roca verdosa y esmerada y el aroma de jabón casero, dibujé lo que Lewis me había encargado, pero me conjuré para volver al día siguiente, a la misma hora, y pintar una geórgica, y disfrutar de ella.
–Muy bien –dijo Lewis, como si fuera una notificación rutinaria–, puede valer. Ahora coge tus bártulos y acompáñame. ¿Has comido bien? Nos espera una caminata.
–Oye, Lewis –le dije yo, con ese tranquilo valor que sólo siento cuando veo algo que me emociona–. Este pueblo es muy pequeño. ¿Dónde se va a alojar tanta gente?
Lewis había metido en su morral los chorizos y las longanizas que yo rechacé del amable señor Pitarch. No sé de dónde sacó un sombrero de paja como el que usan los segadores. Yo seguía con mi chistera, cada vez más polvorienta.
–Los soldados vivaquean en verano.
–Y también comen, supongo.
–Vaya, Charles, ¿ya te ha convencido el señor Pitarch con sus temores? Sería ridículo. Las tropas de don Carlos no son ninguna plaga de langostas. Si acaso, deberían temer aquellos pueblos por donde no pase la Expedición, siempre y cuando colaboren con el enemigo, por supuesto. Pero éstos, mientras el rey los ocupa, son siempre territorio de prosperidad. Si no fuese así, ¿cómo iban a encontrar aquí tanto apoyo los carlistas? Fíjate en Cabrera, y eso que es catalán...
Me dolían las cebollas de los huertos, los terneros que correteaban junto a las vacas, y me dolía también la sensación de no estar comportándome como un aventurero. Aquellas casitas del barrio de la Costera me habrían ocupado para todos los amaneceres del verano. El resto, por mucho que lo intentaba, no acababa de importarme. “Lo peor, Charlie, querido”, solía decir mi tía Holly desde que era un niño, “es que todo te importa un bledo”.
Lewis me hizo subir por una pendiente caliza, entre pedruscos y hierbajos diminutos, a una velocidad que mis pulmones no habían resistido nunca, pero quizá fuera el aire limpio de la altura, o la concentración en no caerme monte abajo, lo que me hizo seguir sus pasos hasta lo que él llamó la Peña del Morrón, un peñasco desgastado por el hielo desde donde se abarca entero el valle y los palacios y las casas y la iglesia son un racimo de pinceladas blancas con una veladuras amarillentas y rojizas.
Vi entonces el cielo, quizás el que, según Tadeus Hunt, veía su querido amigo Constable. Vi los hilos transparentes de las nubes y la saturada profundidad de los azules, y me di cuenta de que el cielo era reflejo de la tierra, en el ancho infinito latían los tonos cálidos y austeros de las rocas grises y las piedras amarillas.
–Desde aquí saltó el apóstol Santiago en ayuda del Cid Campeador –dijo Lewis, como si me hubiese indicado las señas de un conocido.
Él se sentó a almorzar al pie de una cruz pintada de negro y yo le pedí prestado el catalejo. Me impresionaron las montañas, como el lecho de un océano vacío, altozanos desgastados por el tiempo que se derramaban en terrazas pardas hasta el interior del valle. Creo que fue la primera vez que sentí lo que se suponía que iba a sentir. El viento azotaba mi rostro, alborotaba mis cabellos y levantaba las faldas de mi levita, mientras yo afirmaba mi cuerpo con la bota derecha encima de una piedra. Fui girando el catalejo por aquél paisaje tan antiguo, hasta que vi, derramándose por entre las colinas, una mancha de reflejos dorados y nubes de polvo.
–Ya están ahí –grité a Gruneisen, muy ocupado con el chorizos–. Son como una gran serpiente jaspeada –le dije, y creo que luego Lewis lo aprovechó en su reportaje.

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