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martes, agosto 30, 2005

I. Campanadas a muertos

Los muertos me han sacado muchas veces de situaciones embarazosas. Hace casi ya cuarenta años, el 20 de junio de 1837, yo estaba en Londres, en un salón pomposo de Primrose Gardens, de pie y con una mano apoyada en el respaldo de la silla donde mi tía Margaret trataba de contener las lágrimas. Asistíamos a una serenata de clavecín que ofrecía la señorita Florence en la casa de su familia. Cuando me podía el cansancio, cambiaba de mano y de sillón y de tía, porque a mi derecha estaba sentada tía Holly, que no lloraba pero no perdía ripio de nada. Tía Margaret era más anciana y vulnerable, más desinteresada y sentimental, pero tía Holly, con la boca prieta, tiesa sobre la silla de respaldo torneado, miraba de hito en hito y se repasaba las sortijas de los dedos como si fuesen cálculos de un contador.
Era mi presentación en familia y el último trámite antes de que la señorita Florence y yo anunciásemos a la familia nuestro compromiso matrimonial. Después ya sólo quedaría que los novios hablásemos un rato a solas, pues no lo habíamos hecho nunca, y que mi tía Holly se sentase a negociar con el señor Owen los ribetes económicos.
En aquellos momentos yo estaba convencido de que me tenía que casar. Mis tías ya estaban muy viejas. Tía Margaret se limitaba a recordar a sus antepasados y a lloriquear, pero tía Holly llevaba mucho tiempo preocupada por el nombre de la familia. Se habían ocupado de mí desde la muerte de mis padres. Vendieron la mansión de Plymouth para llevarme a Eton, y las tierras de Tintagel para llevarme a Oxford, y a pesar de todo no les importó que yo regresase con un título de abogado debajo del brazo y la determinación irrevocable de ser pintor. De hecho, me facilitaron el aprendizaje posando para mí, ellas y todas sus amistades, en los largos veranos de Plymouth, llenos de paz y decrepitud, aunque por las noches pintase también las caras de la servidumbre y de tipos que yo me encontraba de ronda por las tabernas del muelle.
El resto del año, en Londres, yo me dedicaba al romanticismo, a una vida crápula que a mí nunca dejó de resultarme incómoda. A los veinticinco años ya era un retratista de salón bien conocido en los alrededores de Hamstead Heath, y por vez primera un retrato mío, el de la señorita Austen, colgó en un escaparate de Southwark. Aquel día, en un solemne acto de agradecimiento, entregué a tía Holly las pocas guineas que me había dado el galerista por la venta del cuadro. Tía Holly me miró con su boca sin labios, y me dijo, muy seca:
–Guárdate ese dinero y ven conmigo. Tenemos que hablar.
Fue aquella la primera vez que oí el nombre de Florence Owen. Tía Holly no se anduvo por las ramas. La situación era desesperada. Ya solo nos quedaba aquella casa, pero las rentas que seguían viniendo de Cornualles apenas daban para mantenerla. Sólo nos quedaba el nombre. El tío William, entonces primer ministro del gobierno, no quería saber nada de nosotros, en parte porque nunca soportó a la familia de mi madre y en parte porque siempre estaba muy ocupado. Y tía Holly era demasiado orgullosa para presentarse en Downing Street a pedir una pensión para ella o una embajada para su sobrino en algún lugar remoto del imperio.
En esas circunstancias, dijo tía Holly, lo mejor, “y el único agradecimiento posible”, era emparentar con alguien solvente.
–Charlie, hijo mío, te tienes que casar.
–Sí, tía Holly, como tú quieras.
Nunca suelo plantearme en serio las cosas hasta que suceden, y en aquellos momentos lo importante era no enfadar a tía Holly. Al ver mi actitud blanda y sumisa, ella me aseguró que había pescado un buen partido.
–Es un empresario escocés, bruto como todos los escoceses, pero no hasta el extremo de no haber dado a su hija una refinada educación. Te encantará hablar con ella. Conoce muy bien a los clásicos y cuando habla de pintura no dice tonterías. A su padre, como te puedes imaginar, lo único que le importa es que tu tío William venga a la boda –dijo tía Holly.
Todavía conservo un autorretrato de aquella época. Yo era un joven pálido y de ojos caedizos, con sotobarba y bigotillo y abultados rizos a los lados de la raya. Usaba levita corta y pantalones de montar, y una chistera negra. Las botas altas y un lazo al cuello algo florido era lo que más me haría pasar por un artista de la época. Pero luego, en esos ojos medio cerrados, en esos labios húmedos y caedizos se adivina que mi sensibilidad no es la de los héroes.
Entonces a mí me parecía bien pasar el resto de mi vida pintando por las mañanas, así que la tarde de Primrose Gardens yo asistía con paciencia al espectáculo de mi propia claudicación. Florence era alta, blanca y rígida. Llevaba el pelo recogido en una especie de toca monjil que después, con el advenimiento de la reina Victoria, tan popular llegó a ser entre las clases medias. Me pasé la tarde tomando apuntes mentales para un camafeo: su escote cuadrado, cubierto de blondas y festoneado de puntillas, su nariz en punta, como si quisiese abandonar un continente tan recatado, y las manos de pianista, es decir, toscas, gordezuelas y como descoyuntadas, que era donde yo veía el alma férrea de Florence, sus horas de ensayo, su adaptación al clavecín. Sus padres, sus tíos y todos los parientes del pueblo que asistían apoyados en la pared vibraban con los dedos de Florence cuando tejían aquellas fugas, y a mí, de un modo bastante leve, me cautivaban las aletas de su nariz, que se hinchaban para dominar aquel torrente de semifusas y en esa hinchazón yo veía que dentro de aquel cuerpo nacarado latía un corazón sensible.
Cuando terminaron los aplausos, la madre de Florence, una señora muy campechana (mi tía lo diría de otro modo) cogió a Florence del brazo y la levantó del taburete. Florence miraba al teclado, como corresponde a una escena de pudor. La madre, sin embargo, gritó en medio de la sala.
–¡Oiga!, ¡Joven, psch, oiga! –bramó.
Yo me había inclinado para escuchar los comentarios de tía Margaret. Tía Holly, al escuchar los berridos de la señora Owen, sintió la puñalada de la traición a sus antepasados, y me susurró al oído:
–Mira a ver qué quiere la neurasténica esa, por favor.
Entonces yo saludé con la mano que llevaba a la espalda y me apresuré con mucho aparato de agradecimiento a llegarme hasta ella.
–Verdaderamente, señorita Owen, no es habitual que un pequeño concierto de agasajo se convierta en semejante obra de arte. No tengo palabras, la verdad –dije, y me incliné a besar su mano.
–¿Te ha gustado? ¡Pues hala! –dijo la madre, mientras Florence apartaba la mirada del teclado para dedicarme una sonrisa diminuta–, ¡iros al jardín a comentarlo un rato, hala, hala!
Todos celebramos la gracia de la señora Owen. Mi tía Holly estaba roja de ira, pero se tenía que aguantar. Los parientes del pueblo sonreían por debajo de la nariz. Eran todos morrudos, narigudos, orejudos, y enseñaban los dientes mellados como si Florence y yo fuésemos a escondernos detrás de un seto. Tía Holly se sobrepuso al berrinche y puso las cosas en su sitio.
–Sí, bajad, hijos míos, bajad. La señora Owen y yo estaremos encantadas de sentarnos junto a la ventana para veros pasear. ¿Verdad, señora Owen?
–Uy sí sí. ¡Richard, Richard, trae un par de sillas aquí a la ventana, y el butacón ese de pelo, para que se siente la abuela!
La abuela era mi tía Margaret.
Florence y yo bajamos a pasear sobre la grava. Se había nublado y Florence llevaba la sombrilla recogida. Caminaba como si yo estuviera marcando el paso de una procesión. Al principio pensé que estaba más pendiente de mis pies que de mis palabras.
–Quizá no esté de más decir que está siendo una velada muy agradable, y que usted ha interpretado a Bach como los mismísimos ángeles, señorita Florence –dije yo, por decir algo.
–Sí –dijo la señorita Florence–. Me he despellejado las manos ensayando. Mi padre siempre se empeñó en que tocase muy bien el piano, por si nadie me quiere por esposa y me tiene que vender a un circo, supongo...
Nada más decir esas palabras llegamos al final de los arriates, nos dimos la vuelta y vimos que mi tía y su madre nos miraban asomadas al ventanal. Entonces nosotros seguimos sonriendo con gestos protocolarios, pero la conversación cambió de tono.
–En fin –dijo Florence, mientras hacía rodar la sombrilla con sus toscas manos virtuosas–, usted también puede exhibir sus habilidades, ¿no es así? ¿Cómo es que no ha traído unos cuantos cuadros suyos para que la reunión hubiese parecido ya directamente una subasta?
–Estas cosas son así –dije yo.
Florence rompió a reír y a tapar la carcajada con la mano libre, de la que colgaba un bolsito. Yo hice lo propio, mientras arrancaba una hoja de aligustre.
–Dejémonos de pamplinas –dijo Florence, mirando al cielo, como si estuviera hablando de las nubes–. He visto sus cuadros, señor Lamb. Y antes de casarme con usted me gustaría saber si es usted un buen pintor o un retratista de pacotilla. Me gustaría llevar uno de sus cuadros, el que usted prefiera, a un amigo mío que entiende mucho de arte, y diga usted algo ahora porque parece que le estoy contando mi vida.
–Me parece muy razonable. Yo también tengo un amigo al que me gustaría enseñarle sus manos.
–Ja, ja, ja –estalló la señorita Owen–. Es usted un bastardo, señor Lamb, pero si es un buen pintor, a mí me da lo mismo. Yo mi vida ya la tengo resuelta.
–¿Cómo se llama su amigo? –le pregunté, mientras pasábamos junto al angelote mohoso de la fuente.
–Tadeus Hunt.
–¿Tadeus Hunt?
–¿Lo conoce?
–¡Naturalmente que lo conozco! ¡Tadeus Hunt es el marchante más importante de todo Londres!
–Quizá si sonriese un poco no parecería que estamos hablando en serio –insistió la señorita Owen, volviendo a mirar al cielo.
En ese momento, las campanas de la ciudad comenzaron a sonar a muertos, y las nubes negras, excitadas por los lúgubres badajos, empezaron a derramar su lluvia. Yo me quité la levita y la puse por encima de Florence, a un palmo de su peinado, en una posición algo ridícula porque Florence era muy alta.
Volvimos al salón sacudiéndonos las gotas entre risas y grititos de sorpresa. En el salón todo el mundo estaba muy serio, paralizado en sus butacas. Las campanas seguían retumbando en los cristales. Junto al piano, el padre de Florence, un tipo achaparrado y con cara de borracho, jugueteaba con la leontina del reloj.
–¿Sucede algo? –dijo Florence.
–Ha muerto Su Majestad. Debemos aplazar la boda –dijo, muy seca, tía Holly.
–¡Oh, sí!, ¡oh, sí! –sollozaba tía Margaret–. ¡Guardemos luto por Su Majestad!
El escocés con cara de borracho se acercó entonces hasta donde estábamos, goteando, Florence y yo. Se quitó el puro de la boca y me señaló con él:
–Si tu tío William es confirmado como primer ministro, ya volveremos a hablar de vuestro matrimonio. Ahora diles a tus tías que ya se pueden largar.

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